Vuelan elegantes y galantes, atentos y serviciales, los vicarios carismáticos de la cosmética y provinciana radio. Revuelan lánguidos y guiados, angulosos y adosados, los becarios cariacontecidos de la carterista y conveniente amistad. Revolotean ansiosos y sosos, sostenidos y dosimétricos, los estudiantes tespiádicos de la diacrítica y caseaciónica SEK. Sobrevuelo breve y lóculo, logogrífico y conturbado, invitado vitalicio de la talismán y manumitir SEK. Un torbellino, como véis.
Sobresale, soberana entre el tropel pelotón, brillante y leyenda, llana y dativa, la valedera poeta para un tácito y táctil recital, Angélica Tanarro, ¿supongo?, que extiende la mano al frente, Teniente, y encuentra mi mano tímida, tagarote.
Silenciosamente, sonrientemente. Me he quedado solo, de repente, alguien me han robado a la poeta angelical, y ha sido el benévolo, gesticulante y conmovedor Apuleyo Soto, presentador sensitivo y boxeador contra insípidos versiculadores, su gran corazón la encamina vadeando a vicarios, becarios, estudiantes y a mí, a otros ríos, a otras risas. Quedo como queda, tan solo, daguerrotipo y domo, momificado, quien será tipificado como padre de la poeta, al final del recital. Ahora, nos miramos mostrando cada uno su trance, y nos metemos, con todos los demás ya sentados, a la sala donde se cocina la ondulante poesía. Oigamos a la poeta…
– Antes de leer mis poemas, quisiera explicaros lo que es para mí el poema…
Paremos. Cerremos los ojos. Imaginemos la mesa presidencial desde donde se presenta y se leerá. Ante el público asistente, se muestra, tentadora, la voz y la fuerza de una mujer extremadamente frágil en apariencia. Menuda pero bella, llamativamente.
Extraña belleza que bebe del nervio y la entereza, de la biopsia y la tersura, del sialismo y la sura. Rampante belleza, que emana maravillosa desde los dedos enervados y salientes dedos, que vuelcan el mundo hacia arriba, como si lo elevasen secretamente hacia la cabeza. Los dedos de Angélica cáusticamente, con cautela, cauterizan el límite del mundo o lo pretenden. En los dedos de Angélica se inicia su poesía. Ya se lo declararé, enamorado, rendido caballero, si llega, redonda, la ocasión.
– Por mi profesión, periodista, tengo que viajar, entrevistar, escribir. El ajetreado mundo en el que me muevo, me emboca a buscar
la gozosa satisfacción y tranquilidad de la poesía. Y la escribo, la enfrento en mi casa.
Relata, entonces, que su casa es más que una morada; un santuario. En la misma, viven infinidad de amantes y testigos, de asesinos y
detectives, de protagonistas y antagonistas, todos los héroes y mendigos de la literatura, que su casa es lugar de libros y liberadoras lecturas. Leer y escribir, suturar el estrés de la entrevista, de la página periodística, lectura para hoy, olvido de mañana, con el poema, hambre para otros, para todos.
Nuevamente veo la casa de Angélica, la descripción que ella misma nos delata, como sus dedos, aglutinando la vida, volcándola al interior de un corazón que busca el límite, el lugar donde ponerse un sombrero, subirse a un taxi, admirar a la gente viajando en autobús.
– Viajar me da vida, me pone ante contrariedades y travesuras, que después me sirven para buscar la poesía que anida como dádiva valiente en la vida como diva vademécum.
La mujer que viaja en autobús, por ejemplo, con sus torpezas y sus vigilias y sus jadeos, con sus olvidos, con la vida como dádiva que divide en vano, notoria. Ese es el límite, que en el santuario literario del hogar, arrellanada y respaldada durante horas en el recibidor, vestida de insomnio, intenta suturar esta angélica andábata. Y lee, con su voz frágil y potente, segura y gutural, poemas
del libro Poemas en el límite.
Cuando escucho recitar, por cubrir la extensión de la palabra, cierro los ojos, e imagino. La voz y la palabra angelical de Angélica vueludas me llevan de viaje vincular. Encerrados en un taxi que no se pudiera abrir, sentados en la proa de un barco que surcara los lodosos recovecos de un pantano sin fin, viajamos viendo los objetos deformes de este límite, sin bajarnos a tocarlos, a sentir sus sinuosidades, su viscosidad.
Nos conformamos con limitar en el límite, con llegar a intuir que aquello es lo buscado, pero sin bucear en lo arcano que nos explicaría sus cadencias. Se lo he descubrir.
Sin darnos cuenta nos ha emplazado en una habitación de un hotel neoyorquino, para que desde sus ventanales venales veamos el natalicio del
mundo. Ver desde la extensión larga en kilómetros, esto es Segovia, el extenso panorama que se divisa viandante desde el voladizo ventanal, aquello es Nueva York. Nuevamente en el límite, pero sin allegarnos al mismo, que supondría sostenerlo ponderosamente, quizá.
– Me gusta la sencillez, el allegamiento a la gente. Quizá lo aprendí en las entrevistas que realizo a esas estrellas rutilantes que parecen inalcanzables, pero que se muestran tan accesibles.
¿Por qué no escribes más? Parece como si le molestara alcanzar ese límite ansiado y su explicación plausible. Significa, quizá, que
hay un miedo oculto y menguado que impide dar a los demás todo aquello que se escribe.
– Se escribe mucho. Yo entro en casa y medito el poema, lo escribo mentalmente. Recuerdo ahora que escribí un poema que espera que sea
acabado, y que inicié la escritura del mismo hace tanto tiempo. Quizá esta misma noche, en connivencia con mi insomnio, lo acabé. Pero no sé porqué darlo a conocer… se precisa que ese poema, en un conjunto, se preste, adquiera significado.
Mientras se explica expresiva y entregada, sus dedos se alargan luengos y huesudos, nerviosos, tensos, como si de aquel seno que fundan
con el torso, naciera el poema, cada uno de sus poemas. Se lo advierto. Y veo sus ojos presos de luz, preciosos, luminarias, anunciando que se nace un poema nuevo en este instante, pero un poema perdido, divisado como perversidad o simetría, versatilidad o singladura, salinidad o gladiolo. Se lo expongo. Me ha hechizado la lectura, levitante y vital. Me siento cansado, he pasado una noche de insomnio velando sagaz palabras en un recibidor, o viajando en un taxi omniabarcante… y subsiste la sensación salada de que jamás nos adentramos al interior de la viscosidad del límite, sí, sonreírnos, sí, como si nos asentáramos un sombrero…
– No creo que lleves razón, los vestigios permanecen en las palabras de mis poemas…
Y en tus ojos luminosos, y en las manos nota bene, y en el seno conformado entre la tensión de los dedos y el torso torzal, donde nacen los poemas, donde cena Poe, en el santuario angélico de la Tanarro. El día que finalice el insomnio de Angélica (lo pienso a la par de la sonora señora que me rapta para confesármelo), crecerá crepuscular y cernida la obra literaria y brasca, que funde y funda un mundo detonador y lo dola.