Una tienda en París, es la novela última que ha publicado Màxim Huerta, y se publica en MR.
Tengo que explicar que no fui a comprarla compulsivamente, porque era la novela de un presentador televisivo, y se tiene siempre sobre ellos la presunción de la negrura. Bien es cierto que había echado un vistazo a su anterior libro, el susurro de las caracolas, y me atrajo. Atracción mental. Así que al pasar por al librería de cabecera lo pedí, que acaso lo tuvieran, y así fue, oculto entre lo recién recibido pero no dispuesto en las baldas de Todo libro. Además, claro, tenía en la cornucopia de mi oído la recomendación susurrante de Marta Rivera.
Bueno, pues nada, adelante, abrí la novela y me introduje en sus palabras entretejientes de historia. Enseguida llama la atención la protagonista principal, por esa impoderable necesidad de coleccionar los dobladillos. Así la propia novela se convierte en una tienda de dobladillos que se coleccionan pero que no se sabe muy bien qué hacer con ellos, salvo ir guardándolos por si acaso. Dobladillos, que es lo que tiene color por cierto, porque el mundo que rodea a esta tienda de dobladillos es un espacio sepia, sin color, gris, de difuminación y que evita que pueda mirar en el doble del dobladillo y sólo la arrope el tedio grisaceo.
Aquí se incia el interés de la novela, pues esa maleta de dobladillos, esa ausencia de color, ese tedio que aplasta, se convierten en el paréntesis (epojé, literalmente suspensión del juicio mediante el cual uno es incapaz de afirmar ni negar nada) que va a envolver a la protagonista y que la va lanzando fuera de la realidad, como si ella no fuera nada. De la misma manera, esta misma epojé hace que Teresa deambule por la ciudad como un trasunto de Ulises a la búsqueda de su Ítaca de color, y encuentre una puerta a otra realidad. La otra realidad, claro, es la realidad de la huida. Lo agradable del caso es que esta huída es gustosa y hospitalaria y la protagonista no se esfuerza en ningún instante por evitarla, como si esta huida la estuviera suavizando el alma, poco a poco. Lo agradable es que el propio lenguaje va revelando la senda de huida a la Teresa escéptica que ni si ni no, pero quiere no permanecer en el mismo lugar más tiempo. Por eso acepta la huida, y se lanza sin cuestionar al viejo París/Hemingway. Curiosamente Hem significa dobladillo, y hemingway podría traducirse como el camino del dobladillo. Y ese París año veinte, locura sin ambición va a presidir como estrella la próxima nueva vida de nuestra protagonista.
La originalidad de esta nueva parte de lectura de la novela reside en que aquella sirena parisina que atrae a Teresa a París revive de los doladillos de la vida, de las fotografías en blanco y negro, de los cuadros que se pintan en la época y da la vida desde la vida anterior de la nueva protagonista, la dueña de la tienda en Paris, Alice. Y a la vez que la vida de Alice renace fenixea de la dura forografía en blanco y negro asistimos al renacer espiritual de la vida de Teresa apagada a la realidad novedosa parisina del siglo XXI y en color. Vidas paralelas que se desdoblan de los dobadillos de tela que Teresa encuentra en un sótano como fotografías y que le explican su propia vida en color al lado del coloreador que no morirá ya más.
Y de esta manera se cierra el paréntesis y la epoje, y pasamos de un juicio en suspenso que no nos permite vivir a una vida en dinámica amorosa, y he ahí la belleza de la novela, una belleza que nace de al conjunción de ambas vidas, en comunión perfecta, y que se refleja en esas fotos del pasado, en esos colores del presente, en esos dobladillos a los que hace falta mirar siempre, porque esconden todo lo que precisamos conocer, el amor, es decir, esa relación que diluye a la entidad y la hace de color, y se acaba el escepticismo.
Absolutamete recomendable esta novela de un verdadero escritor, y me arranco los prejuicios.
JM. Prado – Antúnez