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Noruega, el paraíso nevado

(Doce días en Noruega 1)

En Noruega, el agua del grifo sabe a manantial. En este país de nieve, madera y cristal puedes olvidar una mochila llena de objetos de valor en el aeropuerto, junto a una concurrida máquina expendedora de billetes de tren, y encontrártela en el mismo lugar diez minutos después. Puedes olvidarte unos auriculares en ese tren y acudir al día siguiente a la oficina de la compañía, donde te estarán esperando. En Noruega a nadie se le pasa por la cabeza incumplir una norma, subirse a un tranvía sin pagar o llevarse lo que no es suyo. Pese a nadar en la abundancia, después de descubrir petróleo a raudales, en Noruega no hay corrupción. Hay un fondo de pensiones para dos generaciones de noruegos cuya cifra aumenta sin parar. En Noruega el nivel de vida es estratosférico, los sueldos elevadísimos a ojos de un español y, por tanto, el viaje presenta el hándicap de ir a un lugar donde tendrás que estar en algunos momentos con el freno de mano echado. “Esto es inhumanamente caro”, ilustra un joven Erasmus gijonés, a la sazón pariente. Pero, ¿cómo no ir? Demasiado has tardado en ir a Noruega, en destino diferente, un paisaje diferente, una mentalidad diferente. Y un aire puro, maravilloso, como el agua del grifo, que sitúa el primero de los placeres en algo tan sencillo como respirar y beber agua. Los fiordos, dibujado el contexto, no son más que una anécdota, un capricho de la naturaleza interesante, pero en modo alguno su único atractivo.

Lo primero que haces al llegar a Noruega es perder la mochila y volver a encontrarla. El caso de los auriculares lo cuenta el Erasmus, el cual deja muy claro que hará todo lo posible para no abandonar Oslo en muchos años. Si deja un ordenador portátil en una sala de la Universidad, ahí se lo encuentra horas o días después. Si tiene un problema, manda un mail al departamento correspondiente y recibe la respuesta al instante. Manda otro para dar las gracias, sorprendido por la velocidad, y vuelve a recibir una contestación instantánea agradeciéndole el agradecimiento, “hasta el punto de acabar resultando un diálogo empalagoso”. Entre la Universidad noruega, dotada de todos los medios del mundo, y la Complutense, a la que pertenece este joven, media un abismo, indica, casi imposible de recorrer. Organización. Al agua cristalina, la poderosa naturaleza, los edificios vanguardistas y la nobleza del carácter se suma esta sacrosanta palabra. Los noruegos están maravillosamente organizados. Todo funciona. Todo armoniza. Sin voces, sin gritos, sin prisas. La gente es puntual, los transportes son puntuales y cada cual es totalmente profesional en lo suyo. Si llenan un bosque se costosísimas esculturas, como es Ekeberg, a nadie se le pasa por la cabeza que puede ir un cafre por la noche a meterse una en una furgoneta. La picaresca, literalmente, no existe. Los noruegos están más preocupados por reducir aún más la escasa contaminación existente. En Oslo casi no se notan los coches por la calle. Hay más tranvías y autobuses que turismos. Y pese a ello se plantean cerrar la ciudad en apenas tres años solo para el transporte público y los coches eléctricos. Ahí es nada.

Qué extraño ser así de perfecto quien tiene por antepasado a los sanguinarios vikingos, que reinaron en Europa entre los siglos V y X sin mayor ambición que ir a la guerra y a la cama con sus mujeres. Ese era su paraíso: luchar y yacer. De ahí no los sacaba nadie. Pero como todo lo humano es imperfecto y por tanto vulnerable los noruegos tienen su lado oscuro, como todos, aunque en versión reducida. El lado oscuro es el alcohol y el tabaco. Beben como vikingos. Y lo hacen además de una forma muy poco latina. Digamos, silenciosamente. Beber hasta caer doblado. Hasta el coma etílico. Quizá sea por el frío, por la escasez invernal de luz, que el noruego se dé tanto al drinking. Suponemos que no todos, pero sí un porcentaje tan preocupante como para que el estado haya tomado cartas en el asunto. La bebida está frita a impuestos, hasta el punto que una botella de vino en un restaurante no baja de los sesenta euros, una cerveza anda por los diez y una cajetilla, también por diez. Y así nuestros heroicos nórdicos se van a los duty frees de los aeropuertos y de los ferris a atiborrarse de alcoholes y tabacos varios (no pueden fumar en muchos sitios pero consumen una asquerosidad tipo chicle de nicotina). Está claro que la perfección no existe. Es común en los aviones de Noruega a España cargados de noruegos ávidos de sol que el marido pida a la azafata el surtido completo de botellines de alcohol a precio de chiste para su poder adquisitivo y la mujer añada, cuando la azafata creía que eran para compartir: “Para mí, lo mismo” (caso real). Pero incluso bañados en alcohol los noruegos tienen mucho que enseñarnos, empezando por un país espectacular cuajado de caprichos de la naturaleza en forma de fiordos, montes y lagos salpicados por bonitas casas de madera coloreada que recuerdan a las de Monopoly.

El viaje a Noruega en abril tiene peligro. La nieve será bienvenida. El sol ni te cuento. Pero, ¿y si llueve doce días seguidos? Tres días intensos en Oslo, un tren a Bergen que ofrece seis horas de ensueño, un ferry/crucero desde Bergen hasta Kirkenes, de sur a norte de Noruega durante una semana con la compañía Hurtigruten, un día en Kirkenes, un avión a Oslo de vuelta y dos días de propina en la fascinante capital constituyen el programa de viaje. Al no ser verano, el ferry no se desviará a Geirangerfjord y tampoco es el momento ideal para ir al Púlpito. Te perderás los dos fiordos más famosos de Noruega. Pero navegarás a cambio durante 2.500 kilómetros por un fiordo continuo. Todo en un solo viaje no se puede en este fascinante país de solo cinco millones de habitantes. Así queda algo para volver. Despegamos.

 

FOTOS: en la 1, aunque no se vea, hay una señora mayor haciendo ganchillo dentro del saco de dormir en la popa del barco de Hurtigruten, que sale también en la 3 llegando a un pueblín. En la 2, escultura de Oslo. En la 4, Trondheim.

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