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En tren a Bergen

(Doce días en Noruega, 4)

Para llegar a Bergen hay que subirse al tren. Nadie te prohíbe ir por carretera, pero el Oslo-Bergen ferroviario, con NSB, es una de las once recomendaciones que hace Lonely Planet de Noruega y eso es por algo. El viaje dura seis horas y media, por ejemplo, de 8.25 a 14.55. Y se hace corto. El trazado es totalmente montañoso. Montes, lagos, pueblos, una estación de esquí, donde se bajan un montón de capitalinos que van incluso con las botas puestas (ojo, a tres horas y media, mucho para ir solo de sábado a domingo)… Es un viaje relajante. Esa noche, a las 10.30, zarparás en el barco ‘Polarlys’, de Hurtigruten, rumbo al norte de Noruega. Y entremedias te dispones a darle un pateo a Bergen, la segunda ciudad más poblada del país y centro comercial portuario histórico abonado a la lluvia casi de forma perpetua. Pero Bergen se solidariza con la visita de dos gijoneses, bastante humedecidos de por sí, y pese a los nubarrones propios de abril deja el asunto en mera amenaza. Bien.

La primera sorpresa al llegar es tener un bus de Hurtigruten esperando en la estación, sin que constara este detalle en ningún sitio. Una vez en el puerto, facturas las maletas, te ponen un vídeo de seguridad para el periplo de una semana en el barco (Bergen/Kirkenes), te asignan un camarote y te dicen que podrás cenar de  bufé a partir de las seis. Nueva sorpresa, pues no sabías que tenías esta cena incluida. Sales del barco al filo de las cuatro con unas horas para dedicar a Bergen, que mira al mar a través de un precioso muelle en forma de herradura muy cerrada. En medio te encuentras el famoso mercado del marisco, donde pescadería y restaurante son todo uno. Empiezas a observar bichos. Bacalaos, salmones (los dos reyes del mambo en Noruega)  y… ¡centollos! Las grandes patas del centollo noruego están expuestas a unos noventa euros el kilo y la chica que está detrás del mostrador se percata del interés hispano. Se inicia una conversación sobre las diferencias entre el centollo cantábrico y el noruego. Y ella, generosa, corta una pequeña rodaja de una pata, la divide y la extiende sobre el cuchillo a modo de cata. Fresca y sabrosa. Ummm. La previsión es comer un centollo en Kirkenes para rematar el viaje en barco como dios manda y la cata refuerza la idea. En este mercado del marisco trabaja un afamado asturiano, Juan sin Miedo, quien decidió tiempo atrás irse a Noruega para ahorrar todo lo que puede con vistas a sus hazañas en bicicleta por el mundo. Ahora mismo, 8 de abril, está precisamente en Mongolia dándole al pedal. Pero, según la confidente, además de Juan, hay otros tres o cuatro españoles.

Sigues ruta. A la vuelta de la esquina, alineadas frente al mar, están las famosas casas de madera de Bergen. Color mostaza, rojo carruaje, verde, azul pálido. Son medio centenar y forman un barrio exclusivo que es fotografiado todos los días del año. En su día, fueron sedes de consignatarias, tenían una grúa para izar mercancía y en su inerior siempre había un comedor para los marineros. Hoy son tiendas pijas. Ropa, joyería, inmobiliarias… En este sábado de abril no hay ni blas. Se pueden contemplar tranquilamente. Según la guía, en temporada alta hay tiros frente a ellas. Se repente se aproxima una orquesta por la calle formada por chavales. ¿Es por nosotros? Jis jis. Parece que no. Pasan de largo. Con los ánimos insuflados, toca subir a una de las siete colinas que rodean Bergen en funicular. El monte elegido, el más famoso de los siete, es el Floyen. Una familia catalana coincide dentro del funicular. Tú has tenido un detalle con ellos al advertirles, in english, que no se pasaran de largo la taquilla, pues parecía cerrada pero no lo estaba. Y ellos, al oírte hablar en español durante la subida, no hacen el mínimo ademán de decir hola. ¡Salut Catalunya! Quién diría que Buenafuente ye de allí.

Desde el Floyen hay una vista espectacular de Bergen. Pese a sus 258.000 habitantes, casi Gijón, la parte más famosa es el casco antiguo que mira al mar, el Bryggen, del tamaño de un pueblo tipo Cudillero, y el resto de la city se expande hacia la ladera izquierda con amplitud. Arriba, en Floyen, se puden hacer varias excursiones tierra adentro. Haces una corta, hasta un lago. Y vuelves caminando monte abajo en unos cuarenta minutos. Entras a un super a comprar vino, pues en el barco has tenido noticia de que la botella en el restaurante no baja de los sesenta euros y no estará mal hacer algún brindis en el camarote. Pero descubres que en los súper noruegos no hay vino. Solo cerveza. Hay que buscar vinaterías específicas. Das unas vueltas por Bergen sin horario ya hábil para visitar la casa de Eduard Grieg o el museo de la ciudad. Y embarcas. La primera parada larga del día siguiente será Alesund, la ciudad del Art Decò. Y los primeros paisajes costeros, montes pardos, rudos, precipitándose contra un mar oscuro, denso y frío. Habrá mucha tela que cortar desde este barco que enseguida te parece tu casa.

PD.-Olvidabas comentar el romance surgido con una salchicha en el tren a Bergen. A eso del mediodía, al acompañar a la esposa guapa a tomar un café en la cafetería del tren descubres a una señorona sentada dando cuenta de una gran salchicha con puré de patata, ketchup y mostaza al estilo alemán. La miras con endivia y te pones a salivar como un chucho. Pides otra igual. Ummm. Qué momentazo salchicha. En el resto del viaje, volverás a buscar sin éxito una salchicha con puré de patata como esa llegando incluso a caer tan pesado como un niño cagao.

PD2.-La parte coqueta de Bergen es la herradura portuaria más cerrada de la derecha de la imagen, mientras el barco de Hurtigruten se aprecia en la siguiente herradura, mucho más pequeña; a la que sigue una tercera muy grande.

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