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Alta velocidad

El tren de alta velocidad acaba de cumplir veinticinco años de existencia entre nosotros. Nuestras comunicaciones, cada vez más rápidas, son un símbolo de nuestra manera de vivir. Vivimos de prisa, sin tiempo para dejarlo pasar mientras soñamos con permanecer. La falta de tiempo no deja de perseguirnos ni en nuestro día libre. Tenemos más cosas por hacer que tiempo para hacerlas. La vida no es ahora, sin embargo, más breve que antes. Es que ahora sentimos más que antes su brevedad. Vivir ha sido, en todos los tiempos, una costumbre. Por eso la vida nos ha parecido siempre breve.

Que la técnica nos ofrezca hoy la posibilidad de hacer muchas cosas en poco tiempo no altera nuestra inveterada costumbre, la de vivir mientras sentimos que se nos pasa la vida. Lo que puede alterar, en cambio, es nuestra salud. El estrés es ahora el fondo oscuro de múltiples enfermedades y trastornos. Y ¿qué es el estrés sino la respuesta de nuestro organismo a la falta de tiempo para disfrutar de él? Allí donde la vida se vuelve costumbre, donde ya no es sentida como un milagro cotidiano, un regalo, otro día en vez de un día cualquiera, se queda vacía. Hay que llenarla con lo que sea. Y lo que sea puede acabar desbordándola. No en todas partes ni en todo momento es la vida, sin embargo, una costumbre.

Cada vez que nos asomamos al vacío del dolor o somos elevados a la plenitud del instante el mundo se aleja de nosotros y el tiempo deja de pasar. Para el doliente el tiempo se vuelve insufriblemente eterno. Para el amante la eternidad se vuelve intensamente tiempo. Pero en la eternidad no podemos vivir. Necesitamos la costumbre del vivir cotidiano, aunque nos haga sentir breve la vida. Y más en estos tiempos de la alta velocidad.

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