La paloma torcaz se distingue bien de su pariente urbana, la paloma de toda la vida, por su gran tamaño, y sobre todo por las bandas blancas que cruzan sus alas cuando vuela. Se trata de una especie silvestre, con poblaciones migradoras y otras sedentarias que, hasta tiempos recientes, vivía alejada de las ciudades. Sus grandes bandos migratorios, en paso por los tradicionales puestos palomeros en Pirineos y el Sistema Ibérico, son bien conocidos por el gremio cazador. Sin embargo, las torcaces migradoras que acudían cada invierno a las dehesas españolas y los montados portugueses para alimentarse de las nutritivas bellotas, lo hacen cada vez en menor número, dejando paso al auge de las poblaciones sedentarias y en especial a las urbanas.
Hace 30 o 40 años, en los esporádicos viajes a Madrid, resultaba sorprendente la presencia de palomas torcaces -una típica especie agreste- en los parques de la gran capital. Es posible que su primera adaptación al ambiente urbano sucediera allí, mientras que a Valladolid llegaron bastante después, con la entrada del nuevo siglo. Lo curioso es que este reciente fenómeno de colonización urbana se ha producido en un gran número de ciudades españolas al mismo tiempo.
Es probable que la torcaz sea la especie que más ruido hace cuando -asustada por nuestra presencia- inicia el vuelo, aleteando de manera violenta contra las ramas antes de despegar. Entre las aves para las que se ha estudiado la distancia de huida del hombre, se ha podido comprobar que está relacionada con el tamaño corporal y también con el número de componentes del bando, encontrándose que, generalmente, las especies más grandes huyen antes. Y también sucede lo mismo con el tamaño del bando, cuanto más ejemplares lo compongan, emprenden la huida desde más lejos. Pues bien, en el caso de las torcaces, las poblaciones que se asientan en un entorno natural difieren mucho en este aspecto respecto a las palomas urbanas. Mientras que la distancia de huida de las torcaces en el campo puede llegar a los cien metros o más, dependiendo de los dos factores señalados antes, en la ciudad parecen haber perdido por completo el miedo al hombre, y se dejan acercar a un par de metros, mientras pastan con indolencia sobre la hierba de los parques.
Su adaptación a este nuevo hábitat urbano ha sido tan exitosa que, en un somero seguimiento de su presencia, podemos verla alimentándose de frutos de numerosos árboles y arbustos de los jardines, como el ciruelo rojo, la morera, el arce y las griñoleras en primavera, y del aligustre del japón en otoño. No desdeña tampoco las flores de algunas leguminosas, como las de la falsa acacia o el árbol del amor. Casi cualquier alimento es aprovechable para esta recién llegada y ubicua vecina.
Pero el problema mayor lo provocan sus excrementos, que se acumulan sin aparente solución bajo los posaderos en árboles y farolas, en las aceras, los bancos y el mobiliario urbano. Aunque parece algo extraño, puesto que se trata de dos variables que no aparentan tener nada en común, los que parecen haber hecho negocio con este incremento palomero son los lavaderos de coches, aunque los científicos más estrictos repiten sin cesar que correlación no es sinónimo de causalidad.
La escasez de predadores puede ser una de las razones de este complejo problema de la superpoblación, como ha sucedido con los conejos, los jabalíes o los corzos, especies para las que se han multiplicado los daños a la agricultura y los accidentes de tráfico. El control de estas poblaciones se presenta como la única solución, aunque para llevarla a cabo existen sensibilidades muy encontradas. Sin duda algo tendremos que hacer para reducir su abundancia en zonas urbanas.