Yo no creo en la conciliación laboral, y no porque no quiera creer, que quiero, sino porque me pasa lo mismo que con la fe. Tengo la mala costumbre de creer sólo en lo que mis ojos pueden ver y lo de conciliar… pues no lo veo. Es una especie de leyenda urbana. Tengo una prima, que tiene una amiga, que tiene una cuñada, que a su vez tiene una vecina que asegura que una vez concilió. Y, para constatar el hecho, lo subió a Twitter. No tuvo ningún retweet, claro, porque nadie creyó en la veracidad de sus 140 caracteres. Sin embargo, de la conciliación se han escrito miles y miles de palabras; se han elaborado leyes, en recién creadas secretarías, departamentos, concejalías y equipos de gobierno. Pero, a la hora de la verdad, no son más que palabras mecidas por el viento de la evidencia. ¿Y es que acaso conciliar no se limita, en el fondo, a elegir? Claro, dirán ustedes, por lo menos tenemos abierta la puerta de la elección. Pero es justo ahí donde se esconde la trampa. ¿Por qué hay que elegir entre la familia y el trabajo, por qué no se puede tener las dos sin renunciar a crecer en lo profesional y sin sufrir por desatender a los hijos, padres, pareja, amigos…? Lo queremos todo, dirán algunos. Por supuesto, ¿acaso no ha sido así durante años y años para el sexo masculino? Y en este punto no quiero entrar en una guerra de sexos, porque el tema de la conciliación también les afecta a ellos, lo que pasa es que hasta ahora no se habían dado cuenta. Conciliar es elegir y, en toda elección, siempre se pierde algo por el camino. El dilema es decidir qué es lo que queremos perder.