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Cuestión de pelotas

El deporte y el horror

El deporte simboliza lo más elevado de nuestro espíritu. Parecerá un sacrilegio teniendo en cuenta mi profesión de escritor, pero creo que en muchos aspectos el deporte supera a las artes, las ciencias y otras loables actividades humanas. Lo hace por su capacidad de aglutinar los valores que representan la esencia de nuestra especie. No es sólo citius, altius, fortius. Es más rápido, más alto, más fuerte, pero con unas normas. Un respeto a los demás contendientes, a la competición y a las reglas del juego. Compañerismo, amistad, valor y fuerza, y en general ese conjunto de valores intangibles que llamamos deportividad.

El deporte sólo es deporte, pensaréis. Sólo es un juego. Acarrea muchas injusticias, es obsceno en muchos de sus planteamientos modernos. La atención, el interés y las compensaciones económicas que reciben los deportistas de élite son excesivamente altas, incluso dolorosas si las comparamos con el erial yermo que afrontan en nuestro país los investigadores, los creadores, los artistas.

Pero.

Pero cuánta grandeza, cuánta emoción, cuánto sentimiento. Tras el gol de Iniesta aullaron millones de gargantas al unísono y creyeron en la idea de que el esfuerzo colectivo puede llevar a una meta que durante décadas pareció inalcanzable.

Pero cuánta alegría, cuántas enseñanzas, cuántas oportunidades para crecer. Cuando un niño cae en el patio del colegio y se despelleja las rodillas una y otra vez contra el duro cemento, pero vuelve a levantarse con una sonrisa porque siempre hay otra canasta que encestar, otro pase que hacer, una última carrera antes de que la campana nos devuelva a la realidad.

Pero cuánta superación, cuánta fuerza de voluntad, cuánta confianza. El primer paso de una maratón, con 42 kilómetros por delante, es una locura, el último una heroicidad. Un científico ante su microscopio no es más grande que un atleta anónimo a 42195 zancadas de la meta. Porque la energía que los impulsa es la misma, y sin un profundo anhelo de grandeza ninguno de los dos llegaría a lograr nada.

Deporte, el deporte auténtico, es la negación de la muerte y del horror. Es gritarle en la cara a la Parca que no importa lo contados que estén tus días, tú no te vas a quedar sentado esperando. El deporte no sería tan grande si nosotros no fuésemos tan pequeños. ¿Qué mérito habría si todos pudiésemos golpear el balón como Cristiano, correr como Usain Bolt, encestar como Kobe? ¿Qué mérito tendría ganar si no fuésemos capaces de perder?

Eso es lo que no comprenden los mezquinos y los violentos. Aquellos que no son capaces de entender el valor de las pequeñas victorias, los pequeños gestos, incluso de las derrotas. Los que insultan, los que hacen trampas, los que agreden.

Los que ponen bombas.

En Munich en 1972, en Atlanta en 1996, en el Bernabéu en 2002, en Angola en 2010, en Boston en 2013. En cada ocasión en la que el horror ha querido negar el deporte y lo que supone, ha salido derrotado. Ellos tendrán sus ollas a presión rellenas de clavos, sus AK 47, sus razones.

Nosotros tenemos razón. Y mientras haya un niño que se despierte media hora antes para ir a su entrenamiento, las puertas del horror no prevalecerán contra ella.

Y esa razón se llama deporte.

Lee su post anterior: Messi y Cristiano: De ejércitos y gigantes. Pincha AQUÍ.

El deporte simboliza lo más elevado de nuestro espíritu. Parecerá un sacrilegio teniendo en cuenta mi profesión de escritor, pero creo que en muchos aspectos el deporte supera a las artes, las ciencias y otras loables actividades humanas. Lo hace por su capacidad de aglutinar los valores que representan la esencia de nuestra especie. No es sólo citius, altius, fortius. Es más rápido, más alto, más fuerte, pero con unas normas. Un respeto a los demás contendientes, a la competición y a las reglas del juego. Compañerismo, amistad, valor y fuerza, y en general ese conjunto de valores intangibles que llamamos deportividad.

El deporte sólo es deporte, pensaréis. Sólo es un juego. Acarrea muchas injusticias, es obsceno en muchos de sus planteamientos modernos. La atención, el interés y las compensaciones económicas que reciben los deportistas de élite son excesivamente altas, incluso dolorosas si las comparamos con el erial yermo que afrontan en nuestro país los investigadores, los creadores, los artistas.

Pero.

Pero cuánta grandeza, cuánta emoción, cuánto sentimiento. Tras el gol de Iniesta aullaron millones de gargantas al unísono y creyeron en la idea de que el esfuerzo colectivo puede llevar a una meta que durante décadas pareció inalcanzable.

Pero cuánta alegría, cuántas enseñanzas, cuántas oportunidades para crecer. Cuando un niño cae en el patio del colegio y se despelleja las rodillas una y otra vez contra el duro cemento, pero vuelve a levantarse con una sonrisa porque siempre hay otra canasta que encestar, otro pase que hacer, una última carrera antes de que la campana nos devuelva a la realidad.

Pero cuánta superación, cuánta fuerza de voluntad, cuánta confianza. El primer paso de una maratón, con 42 kilómetros por delante, es una locura, el último una heroicidad. Un científico ante su microscopio no es más grande que un atleta anónimo a 42195 zancadas de la meta. Porque la energía que los impulsa es la misma, y sin un profundo anhelo de grandeza ninguno de los dos llegaría a lograr nada.

Deporte, el deporte auténtico, es la negación de la muerte y del horror. Es gritarle en la cara a la Parca que no importa lo contados que estén tus días, tú no te vas a quedar sentado esperando. El deporte no sería tan grande si nosotros no fuésemos tan pequeños. ¿Qué mérito habría si todos pudiésemos golpear el balón como Cristiano, correr como Usain Bolt, encestar como Kobe? ¿Qué mérito tendría ganar si no fuésemos capaces de perder?

Eso es lo que no comprenden los mezquinos y los violentos. Aquellos que no son capaces de entender el valor de las pequeñas victorias, los pequeños gestos, incluso de las derrotas. Los que insultan, los que hacen trampas, los que agreden.

Los que ponen bombas.

En Munich en 1972, en Atlanta en 1996, en el Bernabéu en 2002, en Angola en 2010, en Boston en 2013. En cada ocasión en la que el horror ha querido negar el deporte y lo que supone, ha salido derrotado. Ellos tendrán sus ollas a presión rellenas de clavos, sus AK 47, sus razones.

Nosotros tenemos razón. Y mientras haya un niño que se despierte media hora antes para ir a su entrenamiento, las puertas del horror no prevalecerán contra ella.

Y esa razón se llama deporte.


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