El pasado domingo, en el Circuit de Catalunya, un piloto español se jugaba un título internacional. Había ganado la primera carrera y partía en la segunda desde la pole. Pese a la desventaja con la cabeza, su ritmo en pista le otorgaba el favoritismo para hacerse con el triunfo. Hubiera supuesto el segundo en tres años.
Éste, además, hubiese tenido más mérito si cabe que el primero. En aquella ocasión, el traumático paso de los monoplazas a los turismos lo solventó proclamándose campeón en tan solo dos años. Traumático porque cuando has luchado por el título de F3 y has estado tres años en las World Series siempre miras hacia la F1. Pero hay que tener la madurez suficiente para aceptar dos cosas: que no todos llegan y que el motor no se acaba en el trayecto hacia el certamen dirigido por Ecclestone.
Pero hablábamos del mérito de esta temporada. Una campaña en la que a falta de dos semanas no tenía equipo ni coche. Donde llegó a inscribirse en el Campeonato de Karting de la Comunidad Valenciana, en el que comenzó a competir en 1999. Y en la que mantuvo opciones hasta el último día.
De ese día hablábamos al inicio. Con sus rutinas en el pit lane. Las de esperar a que falten dos minutos para salir a la pista. E incorporarse al sitio que se había ganado por derecho. Y, sin embargo, cuando transitaba por la calle lateral se encontró con un semáforo en rojo que le impidió acceder a la pista, ya cerrada. Y, sin entender nada, debió salir desde el pit lane. Y, pese a iniciar la prueba el 39 y remontar 29 puestos en carrera, no pudo conseguir el objetivo. Ahí es cuando la rabia te come por dentro.
Imaginad que en el box de Alonso hay una desincronización de los relojes. Que el de dentro marca una hora. Y el de la organización marca otra. Que él, tranquilo, sigue su rutina habitual. Y que cuando quiere dar la vuelta de reconocimiento no le permiten integrarse en la parrilla. Y tiene que salir desde el pit lane.
Eso ha ocurrido este fin de semana con Álvaro Barba. Campeón en karting. Aspirante al título de F3. Con victorias en las World Series. Y vencedor hace dos años del International GT Open con un Ferrari. El domingo, al volante de un Aston Martin, le pasaron todas estas cosas. Y, lógicamente, la repercusión no fue ni de lejos la que se vivió en Abu Dhabi con la salida de Vettel desde el final de la parrilla.
Pero sus méritos son grandes. Por ser el coach de muchos jóvenes drivers. Por haber tocado la élite con los dedos y haber sabido dar un paso atrás sin traumas. Por demostrar que el motor no se acaba en las GP2 ni en las F3 Euroseries. Y que no vale la pena pagar 700.000 euros por temporada para acabar siendo uno más.