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Echo de menos la pasarela

Este es el típico titular engañoso que anima a pinchar en la noticia.
Aquellos que no me conozcan, entrarán a este post pensando en el retiro de algún modelo. Aquellos que me conocen, se plantearán la duda de si lo de la pasarela va por haber sido modelo de manos, de pies o el modelo del antes en esos anuncios de dietas de adelgazamiento o de fajas mágicas.
Ni lo uno, ni lo otro. Os prometo que el titular no lo escribí con la intención de ganar adeptos a mi blog, es mi simple reflexión personal resumida en una frase sobre un cambio en las categorías inferiores del baloncesto que, a mi parecer, acaba con el espíritu y la filosofía del deporte infantil.
Al grano. El sábado fui a ver el partido que enfrentaba a los dos mejores equipos de la liga infantil femenina de baloncesto. Hace tiempo que dejé de entrenar en esta categoría. Entonces, el reglamento de infantiles se llamaba Pasarela y obligaba a los entrenadores a que todos los jugadores inscritos (un mínimo de ocho y un máximo de 12) jugaran al menos un cuarto (10 minutos) y no más de tres (30 minutos). Esas eran las normas fundamentales, no voy a profundizar ahora en otras reglas importantes pero que no vienen a cuento. Con ello se conseguía que todos los niños pudieran disfrutar del baloncesto durante un tiempo mínimo en cada partido, sin depender de su calidad, su físico o de si era un encuentro de pretemporada o la final de una competición.
Los doce jugadores tenían su tiempo… o los ocho inscritos, si el técnico aprovechaba la norma y convocaba sólo al número mínimo exigido de niños y dejaba algunos fuera para, por ejemplo, jugarse un título (como alguna vez me tocó ver).
El reglamento Pasarela se eliminó, y se aplicaron las mismas normas para todos. Y, con las reglas en la mano, es totalmente legítimo que un entrenador juegue los 40 minutos con cinco jugadoras, sin contar con el resto del equipo, como prácticamente ocurrió con uno de los dos contendientes en este partido del sábado.
Creo recordar que una jugadora saltó a la pista unos 11 segundos y otra poco más, obligada por un cambio provocado por la lesión de una compañera que no llegó a sentarse en el banquillo y fue directamente de la cancha a la silla de cambios para volver a entrar en juego. No recuerdo más incorporaciones. No digo que no las hubiera, pero, desde luego, estoy seguro de que no fueron muchos más. Es difícil sentirse partícipe de algo en lo que no puedes participar, pensé de las cinco niñas que vieron el partido desde su banquillo.
El técnico no se saltó la norma, la cumplió a rajatabla. Otra cosa es el espíritu de la competición en una categoría en el que los participantes apenas cuentan con 12-13 años. En mi opinión, el deporte en estas edades tiene un inseparable fin educativo porque transmite y ayuda a asentar las bases para adquirir valores que van a marcar la personalidad en el futuro de estos niños, como el compañerismo, la amistad, la salud, el esfuerzo, la solidaridad, la responsabilidad, la humildad, el respeto, la generosidad, e incluso lo competitividad. Me explicaba en una reciente entrevista Alberto Galiana, director general de Educación del Gobierno de La Rioja, el aspecto positivo de la competitividad bien entendida y “basada en el incentivo de superación personal como instrumento para mejorar y enfrentarse al futuro”, pero descartaba la victoria a cualquier precio y la justificación de los medios para alcanzar el fin.
Puedo decir que me ha tocado ganar alguna que otra vez, incluso más de las que a veces merecía, y creo que un triunfo no justifica el modo (o los modos) en que se consigue, y considero que no vale todo para alcanzarlo. Aprecio más los éxitos colectivos que los personales y estimo más los logros cuando se obtienen con la participación de muchos, cuantos más mejor. Por eso, adoro el baloncesto. Por eso, valoro tanto a esos clubes formados desde la amistad y asentados sobre las columnas del sentimiento de pertenencia a un grupo de proyectos para todos y que apuesta por aceptar a todos mantener bloques por encima de resultados, copas y títulos. De hecho, sé que hay segundos puestos que saben mejor que los primeros y primeros que dan una satisfacción incontrolable, pero sé que el sabor dulce de cada uno de ellos viene del camino, no de la meta. Y, por eso, considero que educadores, entrenadores, directivos y padres deben tener claro cuáles son los objetivos que quieren conseguir y los valores que esperan transmitir en ese trayecto.
El sábado, un equipo ganó el partido sin que se les pueda reprochar nada a esas jugadoras que lucharon hasta la extenuación (dos de ellas acabaron lesionadas, alguna con lágrimas en los ojos) y mostraron muchos de esos valores mencionados para lograr un merecido triunfo ante un rival que les exigió dar lo máximo.
Se ganaron mi reconocimiento y mi aplauso por el esfuerzo realizado y por su calidad. Pero tengo la sensación de que la satisfacción no fue plena para ellas por una mera cuestión de caras. A estas edades, se mantiene esa inocencia (que se pierde desgraciadamente con los años) que permite leer en sus caras más de lo que quieren mostrar. Y las líneas de sus rostros no apuntaban precisamente hacia arriba.
Y ahí eché de menos la Pasarela. Porque ese reglamento obligaba a ciertas cosas que ayudaban a los clubes a formar grupos, a los entrenadores a pensar más allá de los intereses propios (que todos los hemos tenido), y a los niños a superarse bajo la premisa de que la mejora individual debía ir acompañada por la mejora colectiva para conseguir el bien del equipo. Y, viendo algunas caras, hasta me enfadé por dentro con algunos padres, porque creo que buena parte de la responsabilidad de que se respete el espíritu del deporte escolar recae en los progenitores, que muchas veces proyectan frustraciones y sueños incumplidos en sus hijos y se escudan en frases hechas para driblar decisiones que no sólo corresponden tomar a aquellos que siguen considerando niños para muchas cosas y adultos para otras.

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