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Cara perro (con perdón de los perros)

A un periodista le toca tratar muchos temas y tocar casi todos los palos, más en este mundo internetero en el que estoy inmerso, pero no creía que me iba ver nunca escribiendo sobre este asunto en particular en primera persona, y menos en un blog que habla sobre baloncesto.
El caso es que este domingo he corrido mi primera prueba de 10 kilómetros. Para un tipo valiente por descarte como yo, más porque pienso por conveniencia que correr es de cobardes que por cualquier otra razón, ha sido un triunfo durante estos últimos cuatro meses mentalizarme, calzarme las zapatillas y salir a ver cómo pasaban los minutos en el crono con la idea de ir acumulando tiempo y kilómetros para poder dar este primer paso.
Además de la evidente necesidad de preparar el cuerpo, lo de las largas distancias me supera por lo que supone de desgaste psicológico. Me parece admirable ver cómo muchas personas tienen la capacidad mental para plantarse en una línea de salida con la vista puesta en una meta que se encuentra a varias horas de distancia y que va a exigirles un esfuerzo máximo.
Por eso, la felicidad de esos últimos metros, de la recta de meta, las grandes sonrisas y los gestos de euforia, incluso las lágrimas de los últimos segundos resultan tan entrañables y emotivas.
Algo habitual es entrar en la meta acompañado de hijos, nietos…. De hecho, mi hermana y yo (que hemos corrido juntos) hemos superado los últimos metros con nuestros sobrinos y mis dos hijos. Sin nadie por delante, sin nadie por detrás. Los críos, entusiasmados; los mayores, encantados; los DrinkingRunners, convertidos en animadores no oficiales de la carrera, alentando; el gran Ángel Andrés, gran speaker del evento, comentando lo simpático de celebrar la llegada en familia.
Todo perfecto, todo alegría. Hasta que cruzamos el arco de meta y nos dirigimos con los peques hacia el área de recuperación y avituallamiento… De repente, oímos unos gritos. “¡Pero qué es esto! ¡Qué hacen estos niños aquí! ¡Fuera de aquí, que se forma tapón!”. Nos giramos. Es una mujer, pequeña, ancha, de negro, malencarada y con cara de pocos amigos. Cara perro  (con perdón de los perros). No sé si su papel era de jueza, guardia de seguridad o jefa del tráfico carreril. No sé quién era. Eso sí, seguro que no era la relaciones públicas del evento.
¿Tapón? ¿qué tapón?, me preguntaba yo mientras pasaba de un estado de euforia a otro de alucinación al borde del cabreo, ese cabreo que ya había alcanzado a mi hermana ante los atónitos ojos de unos críos que no entendían por qué les gritaba esa señora cuando el resto de la gente sonreía y aplaudía.
En mi condición de runner novato defenderé la estupenda organización, la amabilidad de todos aquellos que se repartieron en los muchos puntos de avituallamiento de circuito, el excelente ambiente montado en El Espolón en torno a la carrera desde el día anterior, con las puebas infantiles benéficas, los hinchables y demás. Por eso, me llamó poderosamente la atención la actitud desagradable y desmedida de esta señora entre tanto buen rollo. Sinceramente, no sé si en las normativas existe un artículo que explica que no puede entrar nadie ajeno a la carrera en ciertas zonas por pequeño que sea. Tampoco me importa lo más mínimo. Lo que tengo claro es que no pone que hay que ser desagradable con los atletas cuando llegan a la meta. Si su labor es descongestionar la entrada cuando llegan muchos atletas de golpe, estoy convencido de que podría ser igual de firme y más efectiva en su trabajo si se dirigiera a los corredores con un tono más adecuado para la que es una fiesta del deporte.
Con el mosqueo acumulado, nos estuvimos fijando en si ese tono impropio, incorrecto y grosero, había sido un desvarío puntual o si se repetía con otros corredores. Prefería lo primero… pero fue más de lo segundo. Que un señor entraba solo en la recta de llegada (insisto en lo de solo, porque la entrada de corredores fue más bien fluida y sin ningún tipo de embotellamiento) y cogía de la mano a su hija, bronca al canto si se dejaba de correr hasta superar a la Señorita Rottenmeier; que a un esforzado corredor se le colocaban sus tres orgullosos vástagos al lado mientras los aficionados le aplaudían y coreaban, pues le tocaba lección de gritos pocos metros después… Un sinsentido, vamos.
No estuve listo para ver si tuvo bemoles de ser tan vehemente y elevar tanto la voz para reprender a algunos corredores más ilustres y con más autoridad.
Horas después, pienso en lo ocurrido y hasta siento pena porque, entre tanta gente gozando de la prueba y otros muchos integrantes de la organización atendiendo amablemente a aficionados y corredores, llama poderosamente la atención que haya una persona que no entienda el espíritu de esta carrera y no logre disfrutar con un trabajo y unas situaciones que sólo pueden transmitir felicidad y arrancar una sonrisa.
Lo dicho. Cara perro.

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