Para empezar, la guerra / fue conocer los páramos con viento,/ los sembrados de gleba pegajosa / y las tardes de azul, celestes y algo pálidas, / con los montes de nieve sonrosada a lo lejos./ Mi amor por los inviernos mesetarios / es una consecuencia / de que hubiera en España casi un millón de muertos». Así perfilaba Jaime Gil de Biedma en su poema “Intento formular mi experiencia de la guerra”, incluido en el libro “Moralidades” (1966), su memoria de los campos de Castilla, en una Segovia de referencias machadianas donde desde hace veinte años reposa su cuerpo. Ese cuerpo suyo que tan mal llevó la vejez y el paso del tiempo, que se bebió la vida hasta apurar su última gota, y que sólo descansó de los azotes sentimentales cuando su corazón dejó de latir. Con 35 años, cuando el poeta publicó sus “Poemas póstumos”, dejó de escribir poesía, y empezó a forjar a su alrededor un mito que lo llevó muy cerca de sus admirados Eliot, Baudelaire o Cernuda, y que terminó convirtiéndole en un verdadero fetiche para generaciones de poetas posteriores, la mayor parte de los cuales, por cierto, nunca gozaron ni de su fuerza, ni de su verdad, ni de su gracia. Al amparo de su nombre, no obstante, cada año se falla en Segovia uno de los premios más importantes del panorama poético español.
Ahora, cuando se acaban de cumplir veinte años de su muerte, la figura de Jaime Gil de Biedma servirá para protagonizar una película, dirigida por Sigfrid Monleón y protagonizada por Jordi Mollá, “El cónsul de Sodoma”. Por lo leído hasta el momento, la película reflejará sin ambajes el carácter explosivo del poeta, sus tormentosas relaciones homosexuales, y también su carácter elitista, de señorito bien de la alta burguesía catalana, militante en los movimientos antifranquistas y de izquierdas de su tiempo y por encima del bien y del mal… Seguramente Jaime Gil de Biedma fue todas esas cosas, y algunas más. Y seguramente también que la película conseguirá, incluso muy explícitamente, reflejar todas estas tormentas. Pero intuyo que lo verdaderamente difícil será que la película consiga reflejar además la extraordinaria intensidad que consiguió sacarle a la palabra el autor de “Compañeros de viaje”, “Moralidades”, “A favor de Venus” o “Poetas póstumos”.
A pesar de su singularidad, Jaime Gil de Biedma tuvo numerosos compañeros de carrera, no sólo entre los miembros de la llamada Escuela de Barcelona o entre el resto de los poetas de la llamada Generación del 50, sino también entre numerosos poetas sociales y en una interminable serie de epígonos que, con mayor o menor fortuna, imitaron su malditismo y trataron de traducirlo a los tiempos modernos. Pero al final su verdad poética no está en sus ideas políticas ni en su marcada condición de homosexual en los tiempos de la intolerancia; ni siquiera en ese decadentismo elegante que lo ha colocado al lado de Kavafis o de otros grandes poetas universales del siglo XX. La verdad poética de Jaime Gil de Biedma está en su voracidad literaria por la vida; en su capacidad para transmitir sentimientos y pasiones con un lenguaje propio, tomado de innumerables referencias culturales pero tremendamente vivo en cada poema; en su incapacidad, al final, para luchar contra el tiempo, ese gran fantasma que más tarde o más temprano termina dando la talla de cada poeta… En muy pocos, como en Gil de Biedma o en los clásicos, el sentimiento de pérdida de la juventud, del vigor y del entusiasmo queda tan patente en cada entrega poética. La juventud, ese «encanto descarado» que el poeta persiguió, de cuerpo y alma, hasta el último latido.