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Carlos Aganzo

El Avisador

La erótica del poder

Sinceramente, creía que lo había visto todo cuando José María Aznar, después de un par de visitas a los Estados Unidos, incluido un fin de semana en el rancho texano de George W. Bush, quedó tan completamente abducido que tiró por la borda seis años de buen gobierno para convertirse en uno de los tres pilares de la santísima trinidad occidental frente al eje del mal islámico, lanzándose a invadir Irak en primer tiempo de saludo y despreciando a una comunidad internacional que acababa de colocar a España en un lugar de honor que no había tenido desde tiempos de Felipe II. O casi.

Pero las imágenes de esta semana en el llamado Desayuno de Oración Nacional estadounidense, en Washington, han vuelto a introducirse en mis pesadillas, ilustrando una vez más, y al modo mayestático, aquel dicho que siempre repetía mi abuela: «Si quieres conocer a Fulanillo, dale un carguillo». El hombre que no se levantó ante la bandera de los Estados Unidos en el desfile de las Fuerzas Armadas; el león laicista que volvió a introducir en el lenguaje de los españoles, desde la misma cúspide del Gobierno, los términos «rojo» y «facha», cuando ya los creíamos extinguidos y en vías de reconciliación permanente; el mismo que dijo que nuestra crisis no era nuestra, sino un simple coletazo de la crisis creada por el capitalismo liderado por los estadounidenses, quedaba también escalofriantemente abducido el pasado jueves por un presidente de los Estados Unidos, esta vez ante las cámaras de televisión de todo el mundo. Como todos hemos podido ver con claridad, por encima de disfrutar de su cuarto de hora de gloria mundial con su discurso, el mayor afán de José Luis Rodríguez Zapatero en su aventura americana estaba en tocar, en sonreír, en confraternizar con el líder de los líderes. El primero de los síntomas de la abducción irreversible. Estoy seguro de que si en ese momento Barack Obama le hubiera dado a firmar un plan de invasión de Irán, para librar al mundo verde del peligro de su uranio enriquecido, Zapatero lo hubiera rubricado sin pensárselo dos veces. Por mucho que en tal misión hubiera caído alguno de esos inmigrantes colombianos que, enrolados en las fuerzas militares españolas, tanta reflexión bíblica le suscitan a nuestro presidente del Gobierno.

Algo tiene el poder que siempre nos confunde. Mientras en Nueva York los poetas –Juan Ramón, Federico, Pepe Hierro– vieron dureza, injusticia, aristas, molicie o exceso, algunos de nuestros políticos han visto en Washington el tótem supremo del poder. Y han quedado seducidos de por vida.

Pensando en ello esta semana, y en la noticia de que aquí, en esta tierra, nuestro presidente se pudiera volver a presentar a las elecciones (a pesar de sus dudas, y de su demostrado desapego, precisamente, de los grandes excesos políticos), sólo se me ocurre pedirle a Juan Vicente Herrera que mire muy bien dónde viaja y por quién se deja invitar. Que tome un avión con nuestros empresarios para viajar a Polonia, a China o a Beluchistán, si ve que es necesario para la exportación de los productos castellanos y leoneses; que viaje a Bruselas, donde esta semana le esperan, según sé, con los brazos abiertos, y que abrace a delegados, europarlamentarios, comisarios y ministros de toda laya y condición, pero que tenga cuidado si en algún momento de su carrera política se le pone a tiro darle la mano a algún presidente de los Estados Unidos. No quisiera yo verle en un mal trance.

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