Nunca pensó en escribir una segunda parte. Y menos aún en cerrar su personal camino de perfección con una trilogía. Sin embargo, desde que Antonio Colinas (La Bañeza, 1946) escribió los primeros versos de su ‘Tratado de armonía’ en 1986, enhebrando en su corazón la memoria de sus ‘tierras del noroeste’ leonesas con la fascinación mediterránea de la isla de Ibiza, donde vivía, supo que tenía entre sus manos la que podría considerarse su obra más personal. O, al menos, la que el poeta mismo recomienda cuando un lector le pide una sola obra suya para tratar de tocar el centro de su universo poético. La suma, en el 2009, de su ‘Tercer tratado de armonía’, después de las dos primeras entregas de la trilogía, en 1991 y 1999, cierra de manera casi cabalística un triángulo que, contemplado ahora en su totalidad, ofrece una de las visiones poéticas más encendidas y, al mismo tiempo, más lúcidas, de nuestro tiempo.
La poesía de Fray Luis de León, pero sobre todo la de San Juan de la Cruz, complementada con lecturas de Santa Teresa de Ávila y de autores europeos como Tomás de Kempis, sobrevuela en la atmósfera de aquel primer ‘Tratado de armonía’, que se presentó en la colección Marginales de Tusquets, la misma que publicó el segundo y que ahora edita la trilogía completa, a principios de los noventa. Desde el comienzo, dos paisajes vitales y una misma impresión «vivida sin prisas en el medio de la naturaleza» se manifiestan con claridad en esta colección de iluminaciones (de «contemplaciones», como prefiere el poeta), que surge con la forma de un ‘diario’, pero que enseguida se articula como un verdadero tratado en prosa poética sobre el diálogo permanente entre el interior y el exterior del hombre; una «modesta teoría sobre el ser humano» que busca con denuedo la armonía y el equilibrio entre el mundo y el yo. Algo de filosofía oriental sobre el campo de pruebas de la gran mística española y europea, en el camino de un espíritu universal.
La aparición de ‘Nuevo tratado de armonía’, en 1999, surgió en un momento esencial en la biografía del poeta, cuando éste cambia su residencia ibicenca por las tierras de Castilla y León, para instalarse en Salamanca. A pesar de la concomitancia, en esta nueva entrega, de «un mal de carácter absoluto, metafísico», como escribe el propio Colinas, el complemento del ‘Nuevo tratado’ termina por convertir el díptico en un verdadero manual poético para la salvación del espíritu. Un libro de extraordinaria capacidad sanadora por medio de la fuerza espiritual de la palabra. Los críticos, pero también los lectores, convirtieron enseguida este libro doble en una especie de umbral poético para pasar con bien de las contradicciones del siglo XX a las incógnitas de un siglo XXI que estaba a punto de asomar la cabeza. Siempre en conexión con el latido armónico de la tierra y con un paisaje estrechamente implicado en el corazón del hombre.
Ahora, el tratado se convierte en algo así como un triángulo dentro de un círculo, es decir, en entrega completa. ¿Qué nos aporta el ‘Tercer tratado de armonía’ sobre los dos anteriores? Yo diría que la culminación del proceso: llenarse-completarse-vaciarse… Y regresar de nuevo al principio. Apurar y depurar la fórmula hasta las últimas consecuencias. Acercarse a la última estación de este viaje interior. Sobre todos los signos empleados en las entregas precedentes, en este último tratado parece que la respiración se convierte en el hallazgo más personal del autor. Respirar como metáfora del que se llena de todo para empezar a vaciarse hasta la nada; como eterno ciclo vital que toma las esencias del mundo, las hace circular por las moradas del interior y termina asomándose a las verdaderas esencias del ser: al fascinante no-mundo que es la trascendencia del yo. Respirar para amar. Respirar la luz. Terminar respirando el silencio. ‘Harmonia mundi’ mientras suena la música callada de las esferas. «La fusión que se da en el leve silbido de la respiración», dice Colinas.
Un círculo triangular perfectamente equilibrado que se sitúa, en la obra de Antonio Colinas, en un centro compartido con su otra gran trilogía poética, la ‘Trilogía de la mansedumbre’; soñando, quizás, que surja con el tiempo una tercera trilogía de trilogías, hasta convertir su obra en signo total. Y todo, por supuesto, aprovechando al límite el gran instrumento que encontraron los místicos para llegar al fondo de sí mismos: la palabra. Una palabra en armonía que es «la respiración del alma». «Un ser humano –escribe el autor de ‘Tres tratados de armonía’- puede llegar a ser destruido a causa de sus palabras. O salvarse gracias a ellas. Pero incluso las palabras que salvan nos conducen, tarde o temprano, irremediablemente, a la respiración del silencio». Como le dijo el ángel a Agustín de Hipona: «Tolle et lege».