Tenía que suceder. Después de la hinchazón viene la detumescencia, y aunque más de uno pensaba que la euforia del Mundial iba a ser suficiente para cambiar, aunque sólo fuera un poco, el diapasón de la vida política española, lo cierto es que han bastado sólo unas horas de Debate sobre el estado de la Nación para que volvieran a reproducirse los esperpentos de siempre. El disgusto de los nacionalistas, a los que el ordenamiento jurídico, primero, y el fútbol, después, habían ofrecido estos días un baño intenso de realidad, ha obligado a traer de nuevo a la palestra el eterno runrún de la nacionalidad catalana. En su machacona insistencia, el presidente del Ejecutivo no ha tenido empacho en hacer gala de su inmensa desconsideración hacia las decisiones del más alto estamento judicial colocándose decididamente del lado de quienes critican la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el nuevo estatuto de Cataluña. Según él, tal vez en «términos jurídicos» habrá que aceptar, al menos por el momento, que Cataluña no pueda ser considerada una nación, aunque en «términos políticos, sociológicos o históricos» es perfectamente legítimo hablar de su «realidad nacional». Eufemismo sobre eufemismo.
Ignoro el rango que tienen en la cabeza del presidente los términos políticos frente a los términos jurídicos, y menos aún frente a los términos sociológicos o históricos, pero presumo que para alguien que no tiene ningún escrúpulo en colocar a la política –a su política– por encima de ninguna otra consideración, ni los tribunales, ni el Parlamento, ni mucho menos los sentimientos del pueblo frente a su propia historia tienen un peso equiparable al del interés por mantenerse en el poder. Incluso, como han dado prueba fehaciente no pocos de sus correligionarios, por encima de los intereses de partido. En la jerga política cualquier cosa es posible, incluso que un término pueda significar lo que significa y exactamente lo contrario. Frente a la poca ayuda que nos presta el diccionario de la Real Academia Española, cuando para referirse a «nación» nos habla del «conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno», y cuando nos remite a «país» nos devuelve al concepto ambiguo de «nación, región, provincia o territorio», lo cierto es que en 1978 los españoles, con un consenso nunca antes ni después conseguido, decidimos interpretar que nuestra nación se llama España, y que Cataluña, como Andalucía, La Rioja o Castilla y León son «comunidades autónomas». Y eso es, ni más ni menos, lo que en términos jurídicos, lingüísticos, sociológicos e históricos, aunque quizás algo menos «políticos», ha vuelto a interpretar el Tribunal Constitucional.
Quizás en otro artículo, tomando prestada una parte de la envidia hacia Cataluña que confesaba el portavoz del Gobierno de Castilla y León, José Antonio de Santiago-Juárez, esta misma semana, habría que hablar en «términos económicos» de lo que nos ha costado a los españoles, a todos los españoles, incluidos por supuesto los catalanes, seguir alimentando falsas polémicas como ésta, cuyo único trasfondo es la capacidad de conciliar los intereses políticos de unos con el egoísmo, la falta de solidaridad y la capacidad de chantaje permanente de otros.
Vistas así las cosas, y ya que no parece que vaya a haber elecciones anticipadas, que a nadie le extrañe que el año que viene el Debate sobre el estado de la Nación se llame definitivamente Debate sobre el estado del Estado. Ésa sí que es, por desgracia, nuestra «realidad nacional».