Decía el austríaco Franz Borkenau, uno de los más célebres comunistas anticomunistas de la primera mitad del siglo XX, que para los españoles «la belleza es todavía más importante que la acción», así como «el amor y la amistad son más importantes que el trabajo». Cuando las cosas van bien, nuestro país asombra al mundo por su capacidad para celebrarlo. Y cuando las cosas van mal, nuestro país sigue asombrando al mundo por su capacidad para disfrutar, evadirse y embriagarse a pesar de las dificultades. No estoy seguro de si se trata de una virtud o de un defecto, pero en cualquier caso es así. Arrancan de nuevo las fiestas grandes en Palencia, en Valladolid, en pueblos de media España, y nada parece indicar que el drama de la crisis, ése que centenares de miles de familias padecen a diario y han visto agravarse en el curso de tres largos años, vaya a afectar lo más mínimo a la fiesta.
Los abuelos, esos pequeños grandes héroes de nuestra intrahistoria que, a pesar de haber trabajado como mulas toda su vida ahora cobran una pensión que no alcanza ni siquiera el salario mínimo interprofesional, celebran encantados la fiesta con sus hijos en casa; algunos están en paro, otros han elegido invertir en unas minivacaciones en el pueblo en lugar de hacer un viaje al extranjero, y los demás han preferido ser cautos y acercarse a las raíces en lugar de andarse por las ramas; por si acaso. Y todos parecen ser felices juntos, a pesar de las estrecheces. Incluso los españoles de nuevo cuño, los extranjeros que han tenido la ocasión en todo este tiempo de comprobar que en este país los perros se atan con cuerdas de esparto deshilachado, y no con longanizas ni chorizos de Cantimpalos, se suman con devoción a la fiesta de una tierra que en estos días sienten más como suya; muchos han tomado los trabajos que los españoles, ni aún amenazados por la ruina, han querido para sí, y otros muchos han aprendido a nadar en el proceloso mar de la economía sumergida. Siguen pensando en regresar a sus países de origen, donde las cosas, desde luego, no han mejorado desde que se marcharon, pero retomarán el asunto cuando vean el panorama más claro, sin duda después de las fiestas…
Me cuenta una amiga que ha pasado el verano en Grecia que los griegos, con la que está cayendo en su país, no se explican cómo España no se derrumba con las cifras de paro que exhibe ante el mundo. Grecia es el país de la filosofía; España, el de la fiesta. A ninguno de los dos nos salen las cuentas, pero una cosa sí es cierta: aquí lo seguimos celebrando. Ya digo: amor y amistad versus trabajo. Caiga quien caiga y mientras el cuerpo aguante. Y las fiestas, con más o menos conciertos, con más o menos tabernas, con más o menos toros, no sé si serán paradigma del amor, pero parece claro que siguen siendo paradigma de la exaltación de la amistad. La amistad: ese milagro que permite que las alegrías se multipliquen cuando vienen, y que las penas se disipen cuando las alegrías se van. Todo muy bien aderezado con los colores, los sabores y los ritos ancestrales de la fiesta…
Así reflexiona Jake Barnes, el ‘alter ego’ de Hemingway en su novela ‘Fiesta’, sobre los días vividos en España alrededor de las agotadoras fiestas de San Fermín: «Era muy reconfortante estar en un país donde era tan sencillo hacer feliz a la gente». Dicen, los que no duermen en las primeras semanas de septiembre, que después de San Fermín, acaso también de las Fallas o la Feria de Abril de Sevilla, las fiestas de Valladolid, que ya se dibujan en el horizonte de la próxima semana, son las que más se parecen a la España de Hemingway. ¿Dice usted de paro?