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Carlos Aganzo

El Avisador

San Juan de la Cruz o la lengua de la hermosura

Dice alguno de sus biógrafos más fiables que las últimas palabras de San Juan de la Cruz, en el lecho de muerte del convento de Úbeda, fueron para alabar la sencilla belleza de un manojo de margaritas. El mismo poeta que en su día recibió una regañina por parte de Santa Teresa de Jesús, cuando tuvo la ocurrencia de sembrar de calaveras el huerto del convento fundacional de Duruelo, había pasado sus últimos años entre la fustigación personal y el deleite profundo en el contacto con la naturaleza. En más de una ocasión, como se sabe por las crónicas, sus discípulos tuvieron que dejarle entre las azucenas olvidado, es decir, perdido en sus meditaciones en medio de cualquier paraje encendido de Castilla o de Andalucía.
Tanto como en la Naturaleza (como queda bien patente en su ‘Cántico espiritual’), San Juan encontró en las palabras un bálsamo secreto para sus experiencias interiores, pero también una vía cierta de penetración en esa otra realidad que los místicos buscaron con tanto afán a lo largo de sus vidas. Al igual que Pitágoras, el profeta de la ‘metempsicosis’, quien quiso ver en los números el secreto de la armonía y la puerta para acceder al Dios de la justicia, Juan de Yepes encontró en la palabra, y en su celebración mayor, que es la poesía, la única llave posible para trascender la ciencia y entrar en el agua pura del amor puro, es decir, en la sustancia de lo divino. Junto a los sintagmas de su lengua materna, el castellano, que sonaban en su oídos como canción embriagadora, el patrón de los poetas llevó a su expresión literaria toda la fuerza, la semiología y la connotación ancestral de las lenguas bíblicas, hasta dar con la fórmula exacta de la hermosura: «Bullendo está en mi corazón un bello canto», dice el salmo.

De la fe de los místicos por el valor transnatural de la palabra hay innumerables y maravillosos ejemplos en la historia de la literatura. Si Hildegard von Bingen fue reconocida como precursora por los esperantistas, por su invención de la ‘Lingua Ignota per Simplicem Hominem’, con su alfabeto de 23 letras y su eficacia probada para la ascesis, famoso es el ‘duelo’ literario que los propios Juan de la Cruz y Teresa de Jesús protagonizaron alrededor de la letrilla popular del «muero porque no muero». Sin llegar a ser santa, ni mucho menos doctora de la iglesia, Sor Juana Inés de la Cruz también es un buen ejemplo de la capacidad de los grandes de la literatura para combinar la expresión de la trascendencia con la más pura seducción de la palabra; una seducción («sólo intento / poner bellezas en mi entendimiento / y no mi entendimiento en las bellezas») que, por otra parte, le causó uno de los mayores quebrantos de su vida… Enamorados de la palabra y todos ellos, por cierto, enamorados igualmente de la música. Música callada o soledad sonora, que vienen a ser las dos caras de la misma moneda.

Ya lo deja escrito San Juan, el que de todos ellos tal vez más profundamente entró en esta dialéctica, en sus comentarios a la ‘Llama’, cuando habla de la experiencia mística, de la «delicadez del deleite que en este toque se siente» y de la necesidad de no ser demasiado explícito en la explicación, «porque no se entienda que aquello no es más de lo que se dice». Y añade: «El propio lenguaje es entenderlo para sí y sentirlo y gozarlo y callarlo el que lo tiene». Gozarlo desde el interior y callarlo, como el que guarda un maravilloso tesoro espiritual, como el que sabe, porque lo ha probado, del poder traspasador, transgresor y transformador de la palabra y de su música.

Eso es lo que se celebra, como hoy, cada 14 de diciembre en Fontiveros, la villa que vio nacer al poeta.

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