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Carlos Aganzo

El Avisador

Democracia, Islam y coche eléctrico

Como un fenómeno de proporciones desconocidas hasta la fecha, la revolución de Túnez, primero, y la de Egipto, después, han desatado un tsunami de reflexiones sobre la posibilidad, cada día más cierta, de que el mundo árabe inicie el siglo XXI buscando una nueva posición en el tablero estratégico mundial. Quienes ayer mismo sostenían, alimentaban y hasta alababan a Hosni Mubarak como el bastión de Occidente frente al eje del mal, sin importarles un bledo si desarrollaba su labor desde la tiranía o desde el respeto a los derechos humanos, hoy saludan con alegría, casi con frenesí, la caída del guardián que mantenía a raya a los regímenes islámicos en la misma embocadura del Mediterráneo, en la esperanza de que el cambio sea tan contagioso que no solo se extienda por los países árabes pro occidentales, sino que empiece a penetrar también en las férreas dictaduras me dievales de los países dominados por el fundamentalismo. La incógnita, sin embargo, sigue siendo si en esta lucha, donde la información parece valer más, de momento, que las ametralladoras, al final quien va a vencer es la civilización o la barbarie.

El mundo entero mira intrigado lo que está sucediendo en este país milenario, donde el mapa del mundo se ha plegado y desplegado una y otra vez a lo largo de los siglos. Hasta ahora, con el ejercicio en grado sumo de su moral de circunstancias, los Estados Unidos y Europa habían apoyado a muerte a los regímenes totalitarios de África, Asia y América con tal de mantener un statu quo favorable a sus ambiciones. Pero el estallido de estas dos revoluciones los ha cogido con el paso cambiado. Aunque los gobiernos occidentales miran de reojo este magma revolucionario que lo arrasa todo, en un punto del planeta estratégico por sus intereses petrolíferos, los ciudadanos de estos mismos países, contagiados por el mismo virus que los egipcios o que los tunecinos, claman por empezar a hacer las cosas de otra manera, conscientes de que cada vez que Occidente ha necesitado actuar para satisfacer su insaciable codicia petrolera, Oriente Medio ha reaccionado retrayéndose a las versiones más medievales del islam, esas que imponen el velo, practican la lapidación y creen en la ablación como un signo de cultura.

¿Será casualidad que en los titulares de los periódicos coincidan las rebeliones en Túnez y en Egipto con las noticias sobre el auge de los nuevos coches eléctricos? A lo mejor no tanto. Si la vieja Europa y los todopoderosos Estados Unidos saben mirar hacia adelante, aprovechar el flujo positivo de las nuevas tecnologías y buscar un recambio energético a ese maldito oro negro que ha sido fuente inagotable de dolor y de muerte, tal vez se empiecen a cumplir algunos de los más viejos sueños de la civilización. Pero si, como ha ocurrido tantas veces a lo largo de la historia, todo esfuerzo renovador termina sucumbiendo ante el egoísmo, los intereses particulares y de grupo y, al fin, los resortes del viejo sistema, hemos de reconocer que la barbarie tiene hoy más posibilidades de expansión que nunca. Porque la globalidad, entre otras cosas, está propiciando que al tiempo que los occidentales reclamamos una sociedad distinta, más libre y acorde con las necesidades del planeta, los ciudadanos de África, de Asia y de Oceanía empiecen a darse cuenta de que ya no se les puede engañar por más tiempo, ni desde dentro ni desde fuera de casa. Y este magma, como toda sustancia incendiaria que estalla cuando nada es capaz de mantenerla sumergida, puede terminar quemando cuanto encuentre a su paso.

Son días apasionantes estos en los que el mundo cambia delante de nuestros ojos.

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