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Carlos Aganzo

El Avisador

Antonio Colinas o el alma que no muere

Tengo entre mis manos, al lado del precioso volumen de la ‘Obra poética completa’ de Antonio Colinas que acaba de editar Siruela, un no menos valioso ejemplar de ‘Sepulcro en Tarquinia’, «ese viejo poema que siempre regresa», caligrafiado e iluminado primorosamente por Javier Alcaíns, en una edición limitada de la Editora Regional de Extremadura. En el primero, una acertada versión en blanco y negro del ‘Retrato de Simonetta Vespucci’, de Botticelli, uno de los ejemplos canónicos de la belleza femenina, preside una portada que, de alguna manera, subraya la gran filiación clásica de la obra de Colinas. En el segundo, la idealizada silueta de un ciprés de jardín italiano trae a la absoluta modernidad la antigua maravilla de la iluminación de los códices medievales. Así es la obra de Antonio Colinas, y así se muestra en su conjunto: heredera del venero más puro de la vieja poesía latina, pero con el testimonio vivo, intenso, palpitante, de la palabra de nuestro tiempo, abismado entre el final de una centuria y el principio de la siguiente.

Aunque a él le gusta citar entre sus mentores a Aleixandre y a María Zambrano, por la parte española, y a Quasimodo y a Leopardi, por la italiana, a mí muchas veces me ha dado por pensar la coincidencia vital, literaria y paisajística entre Antonio Colinas y Miguel de Cervantes. Los dos se formaron con aromas italianos, los dos se forjaron al aire del Mediterráneo, y los dos regalaron al mundo lo mejor de su palabra cuando sacaron del corazón las verdaderas esencias de las tierras del interior de España. En el caso del escritor alcalaíno, esa Mancha ya mítica y universal sobre cuyas llanuras cabalgó Don Quijote, el más universal de los personajes literarios. En el caso del poeta leonés, ahora ya también hijo adoptivo de Salamanca, esa Castilla eterna que viene de Jorge Manrique, pasa por San Juan de la Cruz y desemboca en las claridades últimas de Claudio Rodríguez, que no son un mal equipaje para quien aspira a instalarse en una noche que está más allá de la noche.

Entre Bérgamo y León, entre Milán, Ibiza y Salamanca, Antonio Colinas ha escrito, y sigue escribiendo por fortuna, una de las obras más sólidas y personales con las que cuenta la poesía en castellano de nuestro tiempo. Podemos quedarnos con la gracia grecolatina de aquel «hay tanta nieve fuera y sin embargo» que se repite como una letanía en ‘Sepulcro en Tarquinia’; podemos retirarnos a hablar con el mar de frente a frente, como hace cada verano el autor de ‘Tiempo y abismo’, o podemos elegir, mejor, esa comunión profunda del hombre con el universo, la naturaleza y sus silencios que se propone en el ‘Libro de la mansedumbre’; pero estaremos, en todo caso, dando vueltas sobre el mismo concepto poético: un afán encendido, una luz respirada, una sed insaciable de belleza. Si nos dijo Platón que «lo propio del amor es engendrar en belleza», Colinas nos habla, en el último poema de su poesía completa, de una «revelación del alma que no muere». Por encima de los siglos. Por encima del tiempo.

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