La elogiosa crítica publicada por Francisco de Cossío en 1928 en ‘El Norte de Castilla’, el periódico del que después sería director, fue determinante para que Ángeles Santos se decidiera a dedicar su vida a la pintura. La niña tenía entonces 17 años, y se estrenaba en Valladolid, la ciudad a la que había sido destinado su padre como funcionario de Hacienda, formando parte de una exposición colectiva de artistas de la capital organizada por el Ayuntamiento. El éxito de aquellas primeras pinturas fue tal, que enseguida la joven Ángeles empezó a figurar en la primera línea de la vida cultural de la ciudad, un Valladolid en plena efervescencia creadora donde la tradición y las vanguardias convivían con los ojos muy abiertos a todos lo que venía de Madrid, de Barcelona, de Europa, del mundo… El pintor británico Cristóbal Hall, que había venido a la ciudad castellana atraído por las joyas del Museo de Escultura; el gran paisajista Aurelio García Lesmes, el profesor Emilio Gómez Orbaneja, o los poetas Francisco Pino y José María Luelmo eran algunos de esos referentes vallisoletanos que repetían en Castilla el modelo de inquietud, innovación y búsqueda creativa que en Madrid representaba la Residencia de Estudiantes y los jóvenes poetas de la Generación del 27.
Ese mismo año, 1928, Ángeles pintaba en Valladolid sus dos grandes lienzos ‘Un mundo’ y ‘Tertulia’, dos deslumbramientos que bastaron por sí solos para colocar a la joven artista en el catálogo de la gran pintura española. Algunos la situaron inmediatamente en la estela del surrealismo catalán de su paisano Salvador Dalí. Otros hablaron del inequívoco acento poético de su pintura. Ella se limitó a definirse como «una pintora de la imaginación», epatando a los visitantes a la gran exposición del IX Salón de Otoño de Madrid. Unos versos de Juan Ramón Jiménez, que la pintora ha repetido de memoria muchísimos años después, le dieron alas para pintar ese ‘mundo’ que, en su maravillosa ingenuidad, quería enviar a los marcianos, después de haber leído en la prensa las posibilidades de que el hombre pudiera viajar, a bordo de sus ingenios espaciales, hasta el mismísimo planeta rojo: «Ángeles malvas / apagaban las verdes estrellas. / Una cinta tranquila / de suaves violetas / abraza amorosa / a la pálida tierra».
«Alguno se acerca curioso a un lienzo y mira por un ojo y ve a Ángeles Santos, corriendo gris y descalza a orillas del río. Se pone hojas verdes en los ojos, le tira agua al sol, carbón a la luna», escribió el poeta de Moguer sobre nuestra pintora en ‘Españoles de tres mundos’. Ángeles Santos no pudo frecuentar lo que le hubiera gustado a Juan Ramón Jiménez, pero sí conoció a Lorca y a Jorge Guillén y, sobre todo, a Ramón Goméz de la Serna, quien la recibió en el Café Pombo al lado de Gutiérrez Solana. «Tan estupenda me había parecido su obra –escribe el maestro de las Greguerías–, que al venirme a París me paré en Valladolid sólo para ver los cuadros que guardaba en la casa paterna, y durante esa visita sólo me dediqué a ella y no vi columnas, ni ventanas platerescas, ni museos provinciales, ni amigos». La entrada en un café vallisoletano, donde la jovencísima pintora tiró con el gabán una copa que «se rompió en holocausto», o la visita a un cinematógrafo son las anécdotas registradas de un encuentro que señala la existencia de toda esa generación de ‘mujeres del 27’, buena parte de ellas encuadradas en el territorio de la plástica, que participaron de uno de los momentos más intensos de la cultura española. Mujeres de aquí, como Maruja Mallo y Delhy Tejero, o de allá, como Norah Borges, cuyas ilustraciones para poemas de su hermano Jorge Luis, o del propio Juan Ramón, forman parte de la mejor mitología bibliográfica.
Ángeles Santos cuajó lo más reconocido de su extensa producción pictórica en estos años, precisamente entre 1928 y 1930. Sus amados «monstruos», las pinturas que realizó en este tiempo, la llevaron a un frenesí creador que terminó arrojándola al infierno de un hospital psiquiátrico. Después vino su descubrimiento de la pintura de Emilio Grau Sala, su matrimonio con él y la apuesta por una nueva pintura más amable, más luminosa y más cálida. Expuso con éxito en París en 1931, y ha seguido pintando muchos años después. Y ahora, con cien años, es difícil saber cómo recuerda Ángeles aquel Valladolid que a Ramón Gómez de la Serna le pareció «alegre y ancho», y que a ella, sin embargo, le ahogaba. Como le ahogó siempre toda esa vida social que se desarrolla alrededor del mundo de las exposiciones y la cultura. Su pintura, no obstante, sigue siendo el emblema de unos años en los que cada ciudad, cada rincón de España, se afanaba por entrar en un tiempo nuevo. Algo que solo ha ocurrido en momentos muy señalados de su historia.