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Carlos Aganzo

El Avisador

Javier Lostalé, corazón que navega cerca de las estrellas

Escribo «porque al abrir el seno de una palabra encuentro la iluminación última del beso, porque pronuncio a solas mi única verdad: ésa que después desmiento con mi vida», escribe Javier Lostalé en el prólogo de su último libro. Y ya desde el principio nos desvela las reglas de su juego literario: la eterna contraposición ética y estética entre la realidad y el deseo.

Seis libros, la práctica totalidad de su producción poética, se reúnen en ‘Rosa y tormenta’ (Cálamo, Palencia, 2011), en homenaje a dos de sus poemarios más celebrados: ‘La rosa inclinada’ (1995) y ‘Tormenta transparente’ (2010), a los que hay que sumar además ‘Jimmy, Jimmy’ (1976), ‘Figura en el paseo marítimo’ (1981), ‘Hondo es el resplandor’ (1998) y ‘La estación azul’ (2004), más de treinta años de quehacer poético combinado milagrosamente con una fructífera y generosa labor como periodista y activista cultural por toda España. Seis libros a través de los cuales se percibe, con toda nitidez, la intensa belleza de una de las voces más personales de nuestra poesía.

Las sombras protectoras de Pablo García Baena, Francisco Brines o Claudio Rodríguez, pero sobre todo de su querido y admirado Vicente Aleixandre, acompañan a Javier Lostalé a lo largo de toda esta obra de conjunto, que se inaugura con unos versos fulgurantes («Los pájaros se ciegan con tanta luz / y estrellan su frágil cabeza contra una roca») que enlazan directamente con los más sólidos principios creadores del autor de ‘Poemas de la consumación’. El dolor ante la iluminación, el deslumbramiento de la belleza, el desgarro emocional que produce el conocimiento de la expresión profunda de las cosas se convierten en una seña de identidad indeleble en la poesía de Lostalé, por más que cambien o que busquen derroteros distintos sus propuestas formales. Y, enseguida, la obsesión por la transparencia: «La soledad –escribe el poeta– es una transparencia sin memoria / y es fácil perderse en un aroma, o en esa gota de agua, / que, como chispa, llega a tu rostro»; un vínculo permanente también con otro de sus grandes clásicos: el gran Luis Cernuda.

A todo ello hay que añadir todavía un signo más, el de la levedad y la indefensión del hombre ante el paso del tiempo; el de su incapacidad para detener la felicidad del instante; su profunda soledad después de haber amado y de haber caído, una y otra vez, víctima de la seducción, del señuelo de la plenitud. La permanente presencia del desasosiego del que sabe que la nieve, la luna o la luz son mortales, como mortal es el amor: «Para ti, aún sin nombre, / y para todo lo que en ti / ya cede a la bella extensión de su engaño». La indolencia de los jóvenes muchachos, los brillos de los últimos veranos, las pérdidas que ocasionó el paso de los años… todo está contenido en ese ansia imposible de aferrarse a la tormenta. «Todos somos niebla . Buscamos una mano / y por un precipicio de silencio resbala / la inocencia muerta de su tacto», dice Lostalé; y añade: «Pero el corazón, al no tener cura, / navega tan alto como una estrella».

Se trata del mismo universo íntimo que se percibe, aún más condensado, en los últimos poemas inéditos que coronan, de manera extraordinaria, la lectura de todos los libros anteriores: «Ya mi vida es una sorda y ciega transparencia / donde se deshabita hasta el mismo olvido»: el poeta, definitivamente desnudo y rendido ante la transparencia del mundo.
«Escribo para ser joven y alimentar una esperanza radical», dice además en el prólogo que, a modo de poética, prepara las páginas de ‘Rosa y tormenta’. Y solo es una confesión a medias, porque el poeta sabe muy bien que la conciencia auténtica de la juventud es solo un espejismo de la juventud perdida. Pero remata: «Escribo porque nunca fue más bello el engaño»; ahora sí que dice la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

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