Cuentan las crónicas que cuando llegó a Nueva York, en el año 1940, un barco que traía los últimos periódicos, libros y revistas publicados en Inglaterra con destino al público americano, una multitud esperaba en el muelle gritando a los marineros: «¿Está muerta la pequeña Nell?». Los lectores estadounidenses esperaban con ansiedad la última entrega de ‘La tienda de antigüedades’ (The Old Curiosity Shop), que se había venido publicando, a modo de folletón, a lo largo de varios meses. No era la primera vez que Charles Dic kens conseguía desatar las pasiones de su público. Unos años antes, durante la publicación fragmentada de ‘Oliver Twist’ en la revista ‘Bent ley’s Miscellany’, el escritor decidió interrumpir el relato de la que seguramente es su obra más universal justo en el momento en el que Oliver recibía un disparo; y aunque fueron miles los que acudieron a comprar el número del mes siguiente, para ver cómo concluía la escena, el autor prefirió esperar todavía un mes más, aumentando hasta el extremo la ansiedad lectora de sus seguidores. El éxito de sus novelas por entregas fue tal que, gracias a los ingresos que le proporcionaron, Dic kens terminó cumpliendo uno de los sueños de su infancia: comprar la mítica casa de Gads Hill Place, en el condado de Kent, que le había deslumbrado cuando solo tenía nueve años en un paseo con su padre. De hecho, su novela ‘David Copperfield’, publicada primero por entregas en 1849 y un año después como volumen unitario, está considerada como uno de los primeros ‘best-sellers’ de la literatura británica, alcanzando los 100.000 ejemplares en el primer lanzamiento.
Su primera experiencia con el género, y también su primer triunfo de cara al público, fue la novela ‘Los papeles póstumos del Club Pickwick’. Dickens la publicó aprovechando el tirón de sus ‘Sketches’, un conjunto de artículos, firmados bajo el seudónimo de Boz, que habían ido apareciendo en diferentes periódicos y revistas. Después de haber trabajado pegando etiquetas en los botes de betún para zapatos de la marca Warren, y de haber ejercido como pasante y taquígrafo judicial, el escritor inició su relación con la prensa en 1828, con diecisiete años, abriendo un camino del que no se desvincularía jamás. Los primeros trabajos periodísticos de Dickens se publicaron en el ‘Doctor’s Commons’; después trabajó como cronista parlamentario en el ‘True Sun’; como analista político y seguidor de las campañas electorales en el ‘Morning Chronicle’; como editor en el ‘Bentley’s Miscellany’, y como colaborador del ‘House hold Words’ y el ‘All The Year Round’. Además figura como fundador del ‘Daily News’, y su firma se sucedió en las páginas del ‘Old Year Magazine’ hasta su muerte.
Esta enorme pujanza de la literatura a través de la prensa no era, ni mucho menos, un fenómeno exclusivo de la Inglaterra victoriana. En los años treinta del siglo XIX, cuando Dickens inia su carrera folletinesca, Balzac y Eugenio Sue triunfaban también con sus novelas por entregas en la Francia de Luis Felipe de Orleans, mientras que en España Mariano José de Larra escribía una de las páginas más brillantes del periodismo literario español. Tan proverbial como la capacidad del escritor madrileño (tres años mayor que Dic kens) para hacer negocio con la literatura a través de la edición periódica lo fue el ingenio del británico para mantener el interés de sus lectores. No solo con cada una de sus novelas, sino también con cada una de las entregas fraccionadas de las mismas. Una técnica utilizada y perfeccionada después por algunos de los grandes autores de ‘best-sellers’ del siglo XX.
El evidente signo comercial de sus novelas por entregas no fue óbice, sin embargo, para que con el paso de los años Dickens fuera reconocido como uno de los grandes escritores en lengua inglesa de todos los tiempos. Si algunos de sus contemporáneos le criticaron por su falta de formación intelectual, fruto de una infancia difícil y calamitosa, y ciertos grandes de la literatura inglesa, como Virginia Woolf y Henry James, le acusaron de un exceso de sentimentalismo, lo cierto es que otras destacadas cualidades de su escritura, como el dominio de la lengua, la profundidad de la crítica hacia la rigidez de la sociedad de su tiempo o la poesía que supo imprimir a sus ambientes y a personajes, terminaron por imponerse. No es casual, por tanto, que su cuerpo no repose discretamente en la catedral de Rochester, como él hubiera preferido, sino en la famosa Esquina de los Poetas de la Abadía de Westminster, al lado de Geoffrey Chaucer, Thomas Campbell, Samuel Johnson o Rudyard Kipling.