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Carlos Aganzo

El Avisador

José Luis Castillejo o la escritura en tiempos de morralla

En el curso de una entrevista con el profesor Juan Agustín Mancebo, en el año 1995, José Luis Castillejo se pregunta: «¿De qué sirve tener un nombre cuando ya nadie es nadie ni nada es nada?» Su preocupación por la no escritura, por la búsqueda de lo que no está escrito pero es tan relevante o más que lo que sí está escrito, por la rebelión del hombre contemporáneo contra la burocracia y el «junk» (vida basura, material de desecho, sociedad vertedero, ruido ensordecedor de la palabra convertida en morralla…) viene, sin embargo, de mucho antes. Viene de su conocimiento y su contacto con Popper, Russell o Wittgenstein. De su amistad con Juan Hidalgo. De sus lecturas de Miguel de Cervantes, Gertrude Stein y Celine… «La gran escritura no es literaria; es decir, no es narcisista».

Su paso por el Patio Herreriano de Valladolid ha vuelto a dejar constancia de la íntima relación que existe entre la poesía y el arte contemporáneo. Sus obras ‘literarias’ (‘La caída del avión en terreno baldío’, ‘La política’, ‘La escritura no escrita’…) son el fruto de sus intuiciones y sus reflexiones sobre la expresión íntima del hombre, pero también de sus apasionadas lecturas en las salas vacías de los museos, junto a los cuadros de Renoir o de Rothko, cuando «el arte no se había masificado como hoy en día». Su obsesión por «desletrear», por armar y desarmar la escritura, por decir «lo que nunca llegaremos a decir» o «lo que siempre hemos querido decir y nunca hemos escrito» le ha llevado a construir una obra personal que expresa muy bien la sensación de vacío, por saturación, del hombre de nuestro tiempo. Una visión radicalmente vanguardista que tiene, sin embargo, un inconfundible toque místico: «Lo absoluto no puede describirse y un escritor que aspira a lo que hay que aspirar se enfrenta con lo inefable», le dice al profesor Mancebo…

Cuando el tiempo va decantando, con paciencia de ‘garimpeiro’, los cristales de diamante sobre la morralla literaria y artística, la obra de Castillejo sigue manteniendo la solidez de su discurso. Tal vez porque su rupturismo, sus propuestas a medio camino entre lo visionario y lo incendiario, no son el fruto de un capricho o de una locura transitoria, sino más bien de la propia herencia de su tiempo. El autor de ‘El libro de la letra i’ es, tal vez, el último de una larga tradición de grandes diplomáticos transgresores (Neruda, Paul Claudel, Rubén Darío), y uno de los más reconocidos representantes españoles de una corriente informalista que ha atravesado todo el siglo XX para cobrar, quizás, pleno sentido en el maremágnum del siglo XXI. Cuando asistió en Londres, en 1966, al simposio internacional sobre Destrucción en Arte, fue uno de los pocos invitados que escapó a la acción de la policía británica gracias a su condición de diplomático, un privilegio que le permitió seguir avanzando en uno de los caminos más peligrosos y, al mismo tiempo apasionantes, del arte contemporáneo: su propia propuesta de autodestrucción. En su camino, sin embargo, Castillejo ha apostado más por el «no hacer» que por el simple «deshacer» como juego artístico, estético y creativo.

Aunque él lo dice mejor, mucho mejor, en ‘La escritura no escrita’: «No podemos, aunque quisiéramos, quedarnos en el lenguaje o en la escritura que ‘tenemos’. Tendríamos que seguir donde empezamos y donde terminamos. Y como no sabemos dónde exactamente empezamos y dónde terminamos, hemos de seguir donde no sabemos. Pero ahí es donde debemos estar». En los tiempos del ‘spam’ y de los bonos basura Juan de Yepes, creo yo, no lo habría podido expresar con más soltura.

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