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Carlos Aganzo

El Avisador

Simenon o el hombre que se hizo novela

Sus biógrafos aseguran que fue en el colegio de Saint-Servais, de Lieja, donde Georges Simenon aprendió lo que significa vivir despreciado por quienes disfrutan de un estatus social superior al propio. A eso habría que añadir su temprana experiencia como periodista de sucesos en ‘La Gazette de Liège’, con la obligación de frecuentar los antros y los bajos fondos de la ciudad en busca de los testimonios cotidianos de la perversión humana; y unas gotas de su excelente capacidad para expresar sentimientos y pensamientos a través del humor, como demostró, también muy pronto, en su trabajo como columnista satírico bajo el seudónimo de Monsieur Le Coq (el señor Gallo). Con todos estos aditamentos, y alguno más, se fue forjando el arte del que sin duda es uno de los maestros mayores del tan mal llamado género negro.

Sólo Tintín, al que le unía la misma afición investigadora y un idéntico amor por los viajes, representa ante el mundo con tanta exactitud el modelo del genio belga. Al lado, claro está, de Hercules Poirot, el detective creado por Agatha Christie para sus novelas de intriga, y del propio comisario Maigret, de alguna manera alter ego de Simenon… En apariencia, el sensato, concienzudo y tal vez excesivamente metódico Maigret muy poco tenía que ver con el aventurero, soñador y, en ocasiones, tormentoso Simenon. Aquel era un investigador de raza que comenzó su carrera como ayudante en una comisaría de barrio y no dejó de husmear ni siquiera después de haberse jubilado ejemplarmente como comisario de la Policía Judicial. Este se inauguró en el mundo cambiando sus padres la fecha de su nacimiento, por pura superstición, del 13 al 12 de febrero; gozó de una delirante vida sexual (llegó a declarar que tuvo relaciones con más de treinta mil mujeres); vivió como artista y marinero bohemio en un barco del Sena; fue peregrino por las carreteras y moteles de los Estados Unidos de los años cuarenta y cincuenta, y un ‘bon vivant’ conocido por sus excentricidades y su gusto por las bebidas caras.

Eso no impidió, empero, que el novelista se mostrara tan sistemático en su manera de escribir como el detective en su forma de investigar. O que uno y otro, el creador y su criatura, compartieran al final una misma compasión por las miserias del hombre. La voluminosa autobiografía de Georges Simenon (‘Mes dictées’), dictada de manera torrencial a un magnetofón una vez que el escritor se decidiera a abandonar la novela, da buena cuenta de su interés, a lo largo de toda una vida, por acercarse a la verdad «del hombre de la calle», y tratar de comprenderlo «de una manera fraternal».

Tal vez sus novelas ambientadas en pequeñas ciudades de provincias, donde personajes en apariencia comunes esconden en su interior tragedias que les conducen a los crímenes más abyectos, son el mejor testimonio de esta capacidad de Simenon para superar, con creces, las estrecheces genéricas de la novela negra, adentrándose con éxito en los territorios de la gran novela psicológica. Por encima de las tramas enrevesadas e inverosímiles, del juego de las sorpresas, las falsas pistas y el complicado armazón argumental, el creador de Maigret siempre prefirió hablar de personas reales y de sucesos reales, de grandes contradicciones morales donde el hombre, y sus circunstancias, se sitúan en el centro de todas las cosas. Todo ello aliñado, además, con una extraordinaria capacidad de recreación de ambientes, sensaciones y sentimientos; algo, por cierto, que sus numerosas traducciones al cine nunca han conseguido representar. «La vida de cada hombre es una novela», dijo Simenon. Una máxima que le permitió convertirse en uno de los escritores más leídos y, al mismo tiempo, más respetados de la historia.

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