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Carlos Aganzo

El Avisador

Vuelo y herida de Jacinto Herrero

Apenas una hora antes de comenzar a escribir este artículo, el viernes 14 de diciembre, día de San Juan de la Cruz, pasé por Langa, el pueblecito natal de Jacinto Herrero y de su inseparable amigo José Jiménez Lozano. Un viento inclemente sacudía las calles de esta pequeña localidad de la Moraña, en el centro puro de la Castilla abulense, y los pájaros, desorientados por el vendaval, parecían escribir un poema; uno de esos poemas enigmáticos, y a la vez maravillosamente sencillos, de Jacinto Herrero.

Cuando Jacinto y José frisaban los dieciséis y los diecisiete años, respectivamente, escribieron juntos su primer texto en prosa, y se lo enviaron a Azorín; aunque no obtuvieron respuesta, no se desanimaron, y cada uno siguió despues su camino, pero siempre cerca de la literatura. Una misma mirada larga sobre las cosas, como corresponde a los que nacieron en la misma llanura mística que Juan de Yepes, y una misma rebeldía, pero cada cual con su estilo bien diferenciado.

A Jacinto Herrero (Langa, 1931-Ávila, 2011) le regalaron en 1955, el mismo año en que fue ordenado diácono, ‘El signo de Jonás’, de Thomas Merton, y su lectura sin duda le abrió un horizonte distinto. Con algo de la sustancia de Merton, mucho de la desnudez brillante del castellano puro que se escucha y se siente por las tierras de Ávila, y no poco de la experiencia vivida en Managua, donde intimó con Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal, Jacinto Herrero fue forjando un estilo propio que encontró en la poesía su mejor vehículo de expresión. De hecho, si en la prosa su sentir de Castilla y del paisaje castellano casi le convertía en una especie de epígono de la Generación del 98, sin duda en poesía el vuelo de la palabra de Jacinto Herrero iba más allá, mucho más allá, hasta convertirlo en uno de los grandes poetas abulenses de nuestro tiempo. El vuelo de sus palabras, como los pájaros que siempre le acompañaron, unos de papel, entre la extraordinaria galería de figuras de papiroflexia que dominaba con maestría, otros auténticos, cantarines jubilosos en las jaulas de su casa de Ávila, tan cerca del monasterio de la Encarnación, y otros, finalmente, literarios, como emblema de esa naturaleza vibrante sin la cual es absolutamente imposible entender la obra de Jacinto Herrero, como las criaturas voladoras que surcan las páginas de ‘Solejar de las aves’ o de ‘La golondrina en el cabrio’.

Al lado de su labor docente como profesor de literatura de varias generaciones de niños abulenses, de su trabajo como sacerdote y de su incesante actividad cultural (entre la que hay que señalar muy especialmente la colección de poesía ‘El toro de granito’, que dirigió, en diferentes etapas, casi hasta su muerte), Jacinto Herrero fue forjando una callada pero formidable carrera como poeta, desde su primer libro, ‘El monte de la loba’, cuyo título evocaba el nombre de la primera localidad abulense (Monsalupe) a la que fue destinado como sacerdote, hasta ‘Bootes niño’, publicado en 2009, dos años antes de su desaparición.

Cuando publicó en 2005 ‘La herida de Odiseo’, el libro que seguramente mejor recoge la síntesis, vertida al clasicismo, de los distintos veneros de los que ha bebido la poesía de Jacinto Herrero, y con el que ganó el premio Fray Luis de León de Poesía, concedido por la Junta de Castilla y León, el poeta de Langa era ya prácticamente un clásico. Solo la adversidad, y la cortedad de miras de unos cuantos, impidió que se publicara una segunda edición de este libro ilustrada por su compañero de fatigas de los últimos años, el arqueólogo y profesor Emilio Rodríguez Almeida, el último y flamante premio Castilla y León de Humanidades.

No se puede, sin embargo, hablar de Jacinto Herrero, a la hora de recordarle con el inmenso cariño con el que le recuerdan centenares de abulenses, de su relación especial, especialísima, con la ciudad de Ávila. Formado en el seminario de la Ciudad de los Caballeros, como parte de la generación que lideraron dos grandes personajes de la cultura abulense como fueron Baldomero Jiménez Duque y Alfonso Querejazu, desde que se estableció en la capital Jacinto Herrero hizo de Ávila uno de los motivos permanentes de su obra. Tres años antes de recibir el título de hijo adoptivo de la ciudad, en 2006, Jacinto Herrero había escrito el que pensó que sería su último libro de poemas, ‘Analecta última’, en el que entablaba un extraordinario diálogo, tan lleno de admiraciones como de recriminaciones, con la ciudad que tanto le hizo sufrir al tiempo que tanto le permitió confundir su alma poética con la propia alma de los grandes autores que poblaron esta misma ciudad en otros tiempos. Su último poema, escrito dos meses antes de marcharse, se titulaba ‘En torno a Teresa’.

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