Hace diez años, en la ceremonia de su ‘no funeral’ en Valdegeña, la localidad soriana al pie del Moncayo que le vio nacer en 1944, su amigo Julio Llamazares confesó que ‘La lluvia amarilla’, una de las novelas que con más base fundamentó el nacimiento de la nueva narrativa española en los años ochenta, surgió precisamente tras una visita a las tierras de Soria de la mano de los textos de Avelino Hernández. De hecho su libro ‘Invitación a Soria. A quien conmigo va’, publicado por Edilesa en 2006, constituye seguramente la más inspirada y reveladora guía de una provincia que se cuenta entre las más bellas y deslumbrantes de España.
A Soria regresaba siempre Avelino Hernández «a recibir órdenes de los antepasados», y con la misma necesidad vital se escapaba de nuevo al lugar del planeta que eligió como destino feliz de los últimos años de su vida: la localidad de Selva, en Mallorca, entre la Tramontana y el mar Mediterráneo. El paisaje soriano, la rotunda expresión de la naturaleza en este rincón último de Castilla la Vieja, constituyó sin duda uno de los veneros más firmes de la creación literaria de un autor que comenzó a publicar tarde, con 37 años, al final de una intensa carrera política, primero en las filas de la clandestinidad antifranquista y después en los despachos de la Transición.
En sus primeras obras, como ocurre en la colección de relatos ‘Aún queda sol en las bardas’, publicado por Ámbito en Valladolid en 1984, el escritor quiso ser una especie de contrapunto de Delibes, oponiendo una visión de Castilla abierta y luminosa, ya en los ochenta, a los claroscuros delibeanos de ‘Las ratas’. Sin embargo, en otros trabajos, como el humorístico ‘El Aquilinón’, tan cerca ética y estéticamente del Delibes de ‘El disputado voto del señor Cayo’, por ejemplo, Avelino Hernández paseó por las mismas luces y sombras de un territorio que llevó dentro del alma hasta el último día de su vida.
Nacido en el corazón rural de la España más recia; crecido en el tumulto urbano de los años finales de la dictadura –lo que le impidió terminar con bien las diferentes empresas universitarias en las que se empeñó–, Avelino Hernández mantuvo sin embargo siempre, por encima de toda peripecia vital, una vocación horaciana que le llevó a buscar denodadamente un ‘locus amoenus’ en el que desarrollar su pasión por la vida y por la literatura; un anhelo heredado directamente de los clásicos grecolatinos. Sus constantes viajes en busca de las fuentes de felicidad se complementaron, así, con esa «vida alternativa» que se refleja también con gran personalidad en su escritura, con trabajos como ‘Campodelagua’ (Plaza y Janés, 1990), donde la acción surge alrededor de un molino fluvial en el que los protagonistas se han refugiado huyendo del mundanal ruido, o como en ‘Una casa en la orilla de un río’ (Espasa Calpe, 1998), donde el mismo contexto, articulado a través de diferentes historias, sirve una y otra vez para reflexionar sobre la capacidad del ser humano para elegir su propio destino imponiéndose sobre las circunstancias.
Esa fue, quizás, la última gran lección de Avelino Hernández. Lo mismo que al protagonista de su «relato testimonio» ‘El día en que lloró Walt Whitman’ (Edelvives, 1994), donde a la visión grandiosa y emocionada del mundo se opone de manera incontestable el dolor de los hombres que lo pueblan, al escritor soriano se le terminaron un día las ganas de pelear de frente contra una sociedad que nunca comprendió y que no consiguió transformar, siquiera someramente, como él hubiera querido. En el año 1996, con 52 años, cruzó el mar para instalarse y quemar las naves en la gozosa luz del mediterráneo de Mallorca. Allí se dedicó por completo a vivir y a escribir, cuajando la que a mí me parece que es su obra más completa, ‘Los hijos de Jonás’ (Espasa Calpe, 2001), de nuevo en el territorio de la lucha del hombre contra su destino, y profundizando en otra de las grandes querencias que nunca le abandonaron a lo largo de su existencia: la poesía. En el año 2005 se publicó su único y póstumo poemario, ‘El septiembre de nuestros jardines’, donde Avelino Hernández deja testimonio vibrante de la intensidad de su ‘ars vivendi’.
No es el «a mi trabajo acudo, con mi dinero pago» de don Antonio Machado, con quien tanto quiso Avelino por los caminos de Soria, pero se le asemeja en el tono y en el desprendimiento cuando escribe, en su dorado exilio mallorquín: «Vivo gozoso en las montañas de Lluc. / Escasas monedas llegan cada día a mi cuenta. / ¿Qué dinero puede darle el mundo a un hombre que pasa la mañana / leyendo los poemas de Li Po bajo las parras del otoño? / Por eso pido poco, lector: sólo que pagues / las 1.800 pesetas del precio de la venta. / De ellas me darán a mí 180 / y de éstas, 18 serán para mi agencia. / (El 18% de ganancia que reste / lo entregaré, puntual, al fisco en primavera)». Así fue.