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Carlos Aganzo

El Avisador

“Brevitas et argutia”, del epigrama al tuit

«Escribiendo siempre tan solo epigramas dulces y más cándidos que una piel blanqueada con albayalde, y no habiendo en ellos ni una chispa de sal ni una gota de hiel amarga, sin embargo, ¡pretendes, insensato, que los lean! Ni aun la misma comida nos agrada si se le quita su punto de vinagre, ni es agradable un rostro al que le falta su hoyuelo. A los niños pequeños dales manzanas enmeladas e insípidos higos mariscos, que a mí me gustan los que saben picar, los de Quíos». Así habla en su poema XXV del ‘Libro VII’, titulado ‘El epigrama ha de ser picante’, Marco Valerio Marcial, sin duda el paradigma de un género, el breve, que no ha dejado de tener éxito a través de la larga historia de la literatura.

Las urgencias y el sentido de la inmediatez de la vida contemporánea, que llegan a hacer insoportable, para buena parte de la población, el ritmo lento y denso de las viejas novelas decimonónicas, de las óperas y representaciones teatrales de varias horas de duración, o simplemente de películas como las de Visconti, Bergman o Tarkovski, gustosos de recrearse en la delectación de la estética, han permitido que aforismos, epigramas, adagios, apotegmas, máximas y sentencias gocen actualmente de un gran predicamento literario. Por no hablar de la invasión de haikus en la actual poesía española o de la proliferación febril de los microrrelatos. A todo eso hay que sumarle, además, la moda de Twitter, esos mensajes cortos y directos que circulan cada día por miles de millones de ordenadores y teléfonos móviles de todo el mundo y que obligan a sus adeptos a ceñir su pensamiento y su expresión a los 140 caracteres, ni uno más, que permite el sistema.

Ya en tiempos de Meleagro de Gádara, que vivió entre los siglos II y I a.C., cuando la vida en las polis griegas gozaba aún de toda su agitación y apogeo, los epigramas fueron muy del gusto de los ciudadanos, como lo demuestra la cantidad de textos sepulcrales o votivos que se recogen en la ‘Antología palatina’: «La isla de Tiro me crió, fue mi tierra materna / el Ática de Asiria, Gádara, y nací de Éucrates / yo, Meleagro, a quien dieron antaño las Musas / el poder cultivar las Gracias menipeas. / Sirio soy. ¿Qué te asombra, extranjero, si el mundo es la patria / en que todos vivimos, paridos por el Caos?», escribe Meleagro. De los griegos pasaron a los romanos, con Catulo y Marcial a la cabeza de una larga lista de escritores de literatura breve. Y de los romanos a todas las etapas de nuestra literatura, con nombres significativamente vinculados al género como los de Baltasar Gracián, Iriarte o Ramón Gómez de la Serna, cuyas greguerías cumplen a la perfección con la fórmula más clásica del género: «brevitas et argutia», es decir: brevedad e ingenio a partes iguales.

Cada epigrama, si hablamos de este género poético; cada aforismo, si buscamos la prosa de las sentencias breves y doctrinales; cada adagio, máxima o proverbio… deben ser un aldabonazo en nuestros pensamientos y sentimientos. Cada uno, además, debe tener esa milagrosa capacidad de representar, en lo sintético, las luces y las sombras del tiempo en el que se gestó. Cada cual debe ser un universo, una pequeña obra de arte en sí misma. Como ese inmortal, estremecedor, epitafio del gran Marcial para la tumba de la niña Eroción: «A ti, padre Frontón, y a ti, madre Flacila, os recomiendo esta niña, la delicia de mis labios y de mi corazón. Que la pequeña Eroción no tiemble de miedo ante las tinieblas infernales y las fauces horribles del perro del Tártaro. Hubiera cumplido enseguida los fríos de seis inviernos, si no hubiera ella vivido otros tantos días de menos. Que juegue ella saltarina entre patronos de tantos años y que con su boquita balbuciente charlotee mi nombre. Que un césped suave cubra sus huesos y que tú, tierra, no seas pesada para ella: ella no lo ha sido para ti». ¿Se puede decir más con menos?

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