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Carlos Aganzo

El Avisador

Horacio Quiroga, memoria modernista del Río de la Plata

Como si de uno de sus relatos fantásticos se tratara, el último testimonio literario de Horacio Quiroga, un largo poema de amor manuscrito a lo largo de tres cuartillas, se encontró en septiembre de 2009, 72 años después de su muerte, en un sótano de Buenos Aires, entre otros dos mil manuscritos de autores célebres que formaban parte de una extraordinaria colección. «Tengo en el fondo de mi cerebro / bajo la cripta de mis amores / una capilla donde celebro / la corta misa de mis dolores / ¡Pobre capilla de mis amores!», escribe el uruguayo en este texto, fechado en su primera etapa como poeta adolescente (de la que se conserva todavía el primer cuaderno de poesías), justo antes de su viaje iniciático a París, adonde se fue con la herencia que le dejó su padrastro antes de suicidarse.

Lo cierto es que ese mismo ambiente críptico, turbio y subterráneo de sus primeros versos acompañó siempre al autor de ‘Cuentos de amor de locura y de muerte’, ya que su obsesión por las jovencitas, mejor deberíamos decir por las ‘nínfulas’, fue como un rayo que no cesa hasta el último día de su vida. Con 20 años se enamoró de la niña judía María Esther Jurkovski (la inspiradora de  ‘Las sacrificadas’ y ‘Una estación de amor’), hasta el punto de que sus padres tuvieron que esconderla; con 30, se terminó casando con una de sus alumnas, Ana María Cires, a la que se llevó a vivir, junto con sus suegros, a su casa de la selva de Misiones (y que también terminó suicidándose); con 46, se enamoró perdidamente de Ana María Palacio, de 17, acosándola con estratagemas de todo tipo, incluida la excavación de un túnel hasta su habitación, lo que provocó que su familia huyera despavorida (como se cuenta en ‘Pasado amor’), y cuando contaba ya con 49 años se casó con la que sería su última esposa, María Elena Bravo, compañera de clase de su hija Eglé: ella tenía 19.

Pocos como él encarnan el ideal del personaje del escritor posromántico, wagneriano, casi un joven Werther, que exportaría en su tiempo a todo el mundo en su imagen modernista iberoamericana el gran Rubén Darío, once años mayor. Obsesionado por igual por la literatura que por la mecánica; por la fotografía que por la física y la química; domador de animales salvajes, constructor de barcos en mitad de la selva…, Horacio Quiroga fue uno de esos jóvenes indómitos y apasionados que formaron tertulias y grupos artísticos de leyenda, como el Consistorio del Gay Saber, cuyas polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig marcaron la vida intelectual del Montevideo de finales del siglo XIX. Una práctica descontrolada y loca que terminó cuando él mismo, revisando el revólver con que su amigo Federico Ferrando iba a batirse en duelo con el periodista Germán Papini, disparó accidentalmente el arma y terminó con la vida de su compañero de excentricidades literarias… Una más entre la serie de catastróficas desdichas que le acompañaron desde que, cuando tenía dos años, su propio padre murió después de que se le disparara el arma que manipulaba.

No es de extrañar, pues, que el mismo final del Edgar Allan Poe o el Maupassant del Río de la Plata fuera digno de una de sus fantásticas y estremecedoras novelas góticas. Enfermo e insoportable a causa de un cáncer de próstata, terminó refugiándose en un hospital de Buenos Aires donde, entre otras extravagancias, logró que sacaran de su encierro a Vicente Batistessa, un ‘hombre elefante’ cuya deformidad le mantenía apartado de todos en un sótano lóbrego de la institución. Su amigo Batistessa, que en los últimos días de su existencia actuó como una especie de lacayo agradecido del escritor, fue el único testigo de la ingestión de cianuro de Horacio Quiroga, incapaz de soportar por más tiempo los dolores. Una muerte en consonancia con otro de sus poemas más conocidos, ‘La barca’, donde el escritor juega con la muerte: la otra compañera, junto al amor, que habitó en su corazón a lo largo de su existencia. «Con triste sonrisa que aterra y fascina, / me toma una mano la horrible fantasma, / y ‘Aqueste es el puerto –me dijo–; llegamos; el remo abandona y arroja tu ancla’».

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