«No le toques ya más, / que así es la rosa». Sabiéndolo o sin saberlo, Juan Ramón Jiménez hizo de este poema mínimo, publicado por primera vez en ‘Piedra y cielo’ (1919), no sólo uno de los paradigmas mayores de su obra, sino también de la obra de todos los poetas, eternamente atrapados entre la necesidad de mantener la frescura de la creatividad y el afán, a veces enfermizo, por encontrar su expresión exacta. La obsesión perpetua de la belleza por parecerse a la perfección, pero nunca confundirse con ella.
Tratar de cuajar una obra deliberadamente dedicada «a la inmensa minoría» tiene estos riesgos. Por eso, cada vez que aparece una obra inédita de Juan Ramón, fuera del riguroso control que él le aplicó en vida a cada una de sus publicaciones, cabe siempre hacerse la misma pregunta: hasta qué punto se traiciona o hasta qué punto se engrandece la imagen del poeta. Esa imagen elegante, culta, delicada, que cultivó hasta el último de sus días; aunque tantas veces latiera en su interior un corazón arrítmico, asimétrico, descolocado… De que en más de una ocasión encontró un equilibrio magnífico entre el encanto y la pulcritud de la construcción literaria da prueba la existencia de un libro tan universal como ‘Platero y yo’, que le valió nada menos que el Premio Nobel de Literatura en 1956, cuando menos ilusión le podía hacer un reconocimiento como éste.
Pero sobre este estado de gracia, que se mantiene en algunos otros títulos del poeta de Moguer, lo cierto es que la historia editorial de Juan Ramón es la crónica de una pelea perpetua entre lo que se publicó y lo que se debería o no se debería haber publicado. Una lucha interior que ya se incició con su primer libro, ‘Nubes’ (1900), publicado en una versión con tinta verde, bajo el título de ‘Ninfeas’, según el consejo de Valle-Inclán, y en otra con tinta morada, bajo el título de ‘Almas de violeta’, como le sugirió Rubén. Las dos perseguidas años después, con el objeto de ser eliminadas, por el propio autor. En su camino de perfección, existen tantas versiones de alguno de sus poemas que en algunas de ellas es posible asistir no al marchitamiento de la rosa de la inspiración inicial del poeta, sino a su verdadero aniquilamiento, a causa de tanto manoseo formal. «No le toques ya más…» pero, ¿dónde establecer el límite?
En el fondo, esta radical confrontación entre la libertad creadora y la esclavitud del trabajo de mesa no es más que el reflejo de lo que en realidad fue la personalidad de Juan Ramón, el más singular de los poetas de su tiempo. Después de aprobar con sobresaliente, en el instituto de La Rábida, de Huelva, su primera enseñanza, pensó en dejar los estudios para ser pintor bohemio. Después de empezar la carrera de Derecho, con no poco éxito, terminó colgando los libros de leyes para convertirse en un poeta tan seductor como enamoradizo, un Don Juan que vivía apasionadas historia de amor lo mismo con mujeres solteras que con casadas, con jovencitas que con señoras maduras… Hasta que llegó Zenobia y consiguió poner algo de orden en el caos de su vida. Eso que Juan Ramón, en poesía, llamó pasar de la etapa «sensitiva», con Bécquer y los modernistas como compañeros de fortuna, a la etapa «intelectual», donde el aviso de la muerte , ligado a un nuevo sentido de la trascendencia, le hizo pensar por primera vez en la obra perfecta, en la inmortalidad literaria, en la poesía pura, en la «obra total». Un afán que quedaría patente en algunas de sus obras más emblemáticas, como ‘Diario de un poeta recién casado’ y, sobre todo, ‘Poesía’ y ‘Belleza’; dos colecciones antológicas de obras escritas entre 1917 y 1923 que se complementarían con ‘Estación total’, uno de los libros de poemas más importantes de su siglo.
El advenimiento de la guerra civil, con su medio exilio y el episodio, terrible, del saqueo de su casa, sus libros y sus manuscritos en la calle Padilla de Madrid, marcarían un nuevo episodio en la obsesión absoluta del poeta por controlar su obra. Pero eso ya sería, para siempre, una misión imposible. En ‘Leyenda (1896-1956)’ Juan Ramón quiso fijar lo que de cuanto escribió mereció la pena dejar impreso para la posteridad. Pero su empeño fue vano. Unos mejores, otros peores, los mil poetas que vivieron en Juan Ramón nunca permitieron ser representados por un solo poeta. A él le desesperaba. Pero ésa es también una de sus grandezas.