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Carlos Aganzo

El Avisador

Paraíso claustral, morada luminosa

Son ya 865 años en pie, 125 de ellos como Escuela de Capacitación Agraria. La más vieja de España. Una vocación rural íntimamente ligada al ideal de vida monástica del Císter; aquél bajo el que se fundó, en el año 1147, el monasterio de la Santa Espina de Valladolid. La expresión perfecta, traspuesta desde Europa hasta el centro de Castilla, de los ideales arquitectónicos y espirituales de Bernardo de Claraval, «un monje y un caballero a la vez», en palabras de José Jiménez Lozano, el autor del prólogo del libro “Una morada luminosa”, de Antonio Piedra y Alberto Martínez-Peña, que acaba de ver la luz. Una obra de plena madurez de aquel al que llamaron «la quimera del siglo», ideólogo, poeta y reformador religioso, dirigida, como cuenta el grabado de Antonio Tempesta, por San Nivardo, ejecutor de las líneas maestras de San Bernardo y de los deseos de la mecenas doña Sancha. Un monumento que se levanta, de nuevo al hilo de la letra de Jiménez Lozano, «con materiales como la luz, el agua y la piedra, que son las que estabilizan como roca de eternidad, y transfiguran».
Con mirada escrutadora, Antonio Piedra va desvelando en este libro algunos de los misterios de esta obra canónica de la arquitectura cisterciense: su magnetismo singular, su impronta de «belleza en equilibrio», la majestuosa sencillez con la que se levanta en mitad de un valle elegido como «identidad fértil» por los fundadores; sorprendente oasis natural en el corazón más seco de Castilla la Vieja. Un edificio «pensado y futurible» concebido co mo «heredad por los siglos de los siglos», como casa que simboliza, de acuerdos con los principios de San Bernardo, la restauración de «las ruinas de Jerusalén» en las primeras luces del medievo. El establecimiento vallisoletano, en palabras de Antonio Piedra, de aquella «gran empresa multinacional presidida por el éxito» que significaron las fundaciones de San Bernardo; «allí donde se instalaba -escribe Piedra- con cualquiera de sus monasterios, la máquina de creación de empleo y de prosperidad se ponía en marcha a modo de franquicia». Sobriedad, trabajo y perseverancia para la que llegó a ser uno de los grandes entramados espirituales, pero también económicos, de la Edad Media europea.
Una conjunto arquitectónico, el de la Santa Espina, de «sólida estabilidad», pero también de «grande hermosura». Todo el poder de la arquitectura al servicio de sus moradores, los frailes de San Bernardo, para que cada uno de estos monasterios constituyera una «morada para la eternidad», una «casa sublime», un «paraíso claustral» que simbolizara una nueva Jerusalén en versión reducida. También un refugio de luz frente a la oscuridad feudal del medievo, donde el campesino, como dijo el propio santo, «ni servía siquiera en calidad de jornalero, sino absolutamente de esclavo». «Dame un hom bre -escribe Bernardo de Claraval en el sermón 50 de sus “Cantares”- que mire transitoriamente lo transitorio, sin tomar de ello sino lo necesario para llegar al fin propuesto, y que, en cambio, abrace con deseo eterno las (cosas) eternas; dame, repito, un hombre así, y yo te aseguraré que tal hombre es verdaderamente sabio». Un concepto de «morada luminosa» que trae a su tiempo los conceptos de Aristóteles y Platón, y que los recupera incardinados en el pensamiento de los Padres de la Iglesia. Un ideal de vida monástica que enlaza, en el pasado, con la Ciudad de Dios de Agustín de Hipona, y que tendrá mucho que ver, en el futuro, con esas fundaciones de Teresa de Jesús que querían hacer de cada convento «un cielo, si lo puede haber en la tierra».
Más que un libro de historia, más que un tratado de arquitectura, más que un recordatorio de lo que en su tiempo fue y significó la Santa Espina, lo que Antonio Piedra traza en este libro es un desentrañamiento de su sentido profundo dentro del concepto humanístico de un personaje tan extraordinario como San Bernardo. Una expresión pura de los principios de este místico, poeta y santo que logró con sus monasterios lo que no pudo hacer como impulsor de la Segunda Cruzada, que tan mal resultó para la Cristiandad. 71 fundaciones bernardianas «a las que habría que añadir otras 165 filiciaciones cistercienses más» realizadas a lo largo de su vida.
Un universo de pequeñas “ciudades” claustrales concebidas para «el sustento de las almas santas», en su lucha contra las sombras terribles de su tiempo, contra esos «espíritus de malicia que están esparcidos en el aire», como escribió el santo. Una empresa con vocación de eternidad que sigue pareciéndonos moderna, audaz y luminosa, 865 años después de su fundación: «Tres cosas son las que hacen preciosa la muerte de los santos -dijo su creador-: el descansar del trabajo, el gozo por la novedad, la certeza de la eternidad».


marzo 2015
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