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Carlos Aganzo

El Avisador

Un rincón de sombra y frío en Segovia

Pocos rincones como éste existen en España donde se sienta con tanta intensidad el espíritu machadiano. La habitación de don Antonio en la pensión segoviana de la calle de los Desamparados, tan fría, tan modesta, tan escueta, tan detenida en el tiempo, es un emblema preciso de aquellos años de agitación social e intelectual, previos a la proclamación de la República, en los que el poeta vivió una etapa de relativa felicidad.
A Segovia llegó Machado, procedente de Baeza, el 26 de noviembre de 1919, buscando la cercanía de Madrid. Y aquí pasaría nada menos que 13 años. Años de una gran exaltación amorosa al lado de Pilar Valderrama, su escondida Guiomar, y años también de una relevante producción poética, con la escritura de “Nuevas canciones” (1924) y la revisión de la primera edición de sus “Poesías completas” (1928). Muy cerca de la calle del Vallejo, donde hoy se levanta la escultura de San Juan de la Cruz, con quien coincidía en su predilección por los paseos junto al Eresma, todavía se conserva, milagrosamente intacta, la pensión de doña Luisa Torrego, rescatada del olvido por la Academia de San Quirce, heredera de aquella Universidad Popular segoviana en cuya fundación participó muy activamente el poeta.

Frente al ambiente castizo del comedor, ilustración perfecta de la vida de pensión que llevó don Antonio; frente a la impronta del jardincillo de entrada, o al sabor del patio de luces de la casa, sobrecogen las dimensiones y la austeridad del hogar del poeta en este tiempo. Una cama de hierro, una mesa camilla, una estufa de petróleo, un espejo y una papelera, abierta al abandono de los versos desechados, son todo el mobiliario de este «rincón de sombra y frío», al que se llegaba atravesando la cámara de otro huésped, y en el que el mismo Machado cuenta que, en los días más crudos del invierno castellano, tenía que abrir la ventana para contrarrestar, siquiera ficticiamente, la heladura de la habitación?
Su trabajo como catedrático de Francés en el Instituto General Técnico (el que hoy lleva el nombre de Mariano Quintanilla, uno de los amigos de la tertulia del poeta), de cuya plaza tomó posesión «quieta y pacíficamente», como reza el acta, le permitió establecer en Segovia un cuartel general desde el que escaparse, cada fin de semana, a la capital de España. Unas veces para estar con la familia, otras para participar en actos culturales, y siempre para encontrarse secretamente con Guiomar en el merendero del barrio de los Cuatro Caminos. El lugar secreto de sus encuentros, donde la bella seductora siempre prometía y nunca terminaba de conceder otro amor que no fuera el de un beso clandestino, lo que llevó al poeta a padecer obsesión enfermiza por la dama, moviéndole incluso a espiarla, a través de una ventana, en una fiesta que ofrecieron Pilar y su marido y a la que el poeta no fue invitado…
Cuando Machado se instala en Segovia, ya es un autor muy conocido en toda España. Hasta aquí vienen a rendirle culto y a merendar con él, acaudillados por Mauricio Bacarisse, un grupo de jóvenes poetas madrileños. Y en el mismo teatro Juan Bravo Antonio y su hermano Manuel reciben un caluroso homenaje tras el exitoso estreno de la obra “Desdichas de la fortuna o Julianillo Valcárcel”. De todo ello son testigos sus amigos de la tertulia segoviana: el mencionado Quintanilla, al lado de otros nombres como los de Tudela, Julián María Otero, los hermanos Barral, Ignacio Carral, Mariano Grau o Blas Zambrano.
Días de gloria que culminan con la creación de la Universidad Popular, donde intelectuales, artistas y profesores invirtieron su tiempo en formar a las clases más populares, y con la colocación de la bandera republicana en el balcón del Ayuntamiento de Segovia, acto en el que Machado participó activamente. Segovia fue, pues, el preludio del traslado a su ansiado Madrid, después de una larga espera. Pero también la víspera de un tiempo de turbulencias que desembocaría, poco más tarde, en el dolor de la guerra. Algo que ya está presente en el alma de don Antonio, con intuición inequívoca, en sus días de estancia en la ciudad del Acueducto. Una mirada preocupada, herida, que expresa mejor que nada el busto del poeta, esculpido por Emiliano Barral, que recibe en la entrada de la pensión de la calle de los Desamparados. Un busto al que el autor de “Campos de Castilla” le puso letra cuando dijo, describiendo su propio rostro: «…Y so el arco de mi cejo / dos ojos de un ver lejano, / que yo quisiera tener / como están en tu escultura / cavados en piedra dura, / en piedra, para no ver».


marzo 2015
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