Siempre las personas. Con frecuencia, los paisajes. En ocasiones también las ciudades. Se nos meten en el alma y terminan ocupando un lugar muy significativo en nuestras vidas. Para siempre, siempre, siempre, como decía Teresa de Jesús.
Así le ha ocurrido a Jaime Siles (Valencia, 1951) con la ciudad de Salamanca. Aquella en la que fue estudiante entre 1969 y 1973. Aquella en la que escribió algunos de los versos más inspirados de ‘Canon’, su primer libro de poemas (publicado en 1973, aunque antes aparecieran ‘Génesis de la luz’ y ‘Biografía sola’). La misma a la que regresó más tarde como «joven profesor», entre 1976 y 1980. La que terminó convirtiéndose para él en símbolo perdurable no solo de «la belleza, el arte y la sabiduría», sino también de la propia juventud, en su sentido más profundo y más clásico.
Ésta es la materia vital y poética que late, atravesada de emoción y de nostalgia, en su último libro, ‘Tardes de Salamanca’, publicado hace unos meses por la Diputación de la provincia charra, en una bella y cuidada edición. El amor intenso y turbador («¡qué lujuria de besos nunca dados!»), la complicidad de los amigos, la huella indeleble de los profesores; también la evocación encendida de los poetas –Aníbal Núñez, José Ledesma, García Nieto…– por las calles sonoras de la ciudad castellana. Todo lo que fue definiendo, cincelando, esa pasión por las letras, por los clásicos, por la belleza, que ha determinado la vida entera del escritor. «Lo que debo al latín son muchas cosas», dice Siles en uno de los versos de su magnífico poema ‘De vita philologica’, dedicado a Jenaro Talens y con pórtico de Unamuno. El testimonio vibrante de un modo de sentir la ciudad desde lo más profundo de su cultura: Plauto en el Palacio de Anaya, con la voz de fondo del maestro Ricardo Castresana; Parménides en las proporciones de Diego de Siloé; Roma en el corazón urbano más íntimo de Salamanca. Para hablar de todas estas cosas, el poeta ha elegido el color de las mañanas puntillistas de Salamanca, pero sobre todo el fulgor de la tarde («Tardes de Salamanca, / letra a letra leídas. / Tardes de Salamanca, / más que griegas, latinas») en la ciudad de las piedras de oro.
Y al lado de la luz purísima y la transparencia del aire en la Meseta –tan diferente de aquella otra luz lechosa de su litoral mediterráneo–, también los secretos y las concomitancias creativas de la noche («La noche te escribe, / te transcribe, / te inventa»). Y en el tránsito de la luz, algunas de las develaciones del poeta: la conmoción del aire; el misterio del espacio; la sinestesia permanente de la música, el diálogo secreto entre la piedra y el tiempo, entre la arquitectura y el sueño de la inmortalidad… Un «éxtasis que crece desde la piedra en fuga» y que acaba convirtiendo las calles de Salamanca, sus iglesias, sus palacios, sus rincones, en signo perpetuo de la belleza inmarcesible. Deconstrucción y reconstrucción del tiempo en la memoria, en el arrobamiento, en el verso. Un tiempo detenido, un tiempo manipulado, un tiempo proyectado «hacia el inmóvil círculo» que se convierte también en protagonista del libro.
Memoria del amor y la amistad; reconocimiento de afinidades éticas y estéticas; testimonio de certezas y deslumbramientos, el libro es al fin una hermosa crónica poé- tica sobre la ciudad de Salamanca, pero también un ejercicio de estilo sobre la propia lengua castellana. Una lengua forjada, por cierto, sobre la piedra miliar de la Universidad de Fray Luis de León, de Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, San Juan de la Cruz,Antonio de Nebrija, Luis de Góngora o Miguel de Unamuno. Una memoria pulida por Jaime Siles sobre la misma «piedra escrita» de la gran cultura occidental. Una dedicatoria, en palabras del poeta, «a vosotras frontera / del abismo insalvable, / columnas del lenguaje / en las que me sostengo, / perdido, yo también». A veces las ciudades se nos meten en el alma.