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Carlos Aganzo

El Avisador

Viaje hacia «el punto final de la belleza»

La obra del poeta Gaspar Moisés Gómez (Serranillos, Ávila, 1927), publicada de manera irregular desde el año 1968, en el que apareció “Con ira y con amor” (ganadora del I Premio Internacional Álamo de Salamanca), es ciertamente un prodigio de intensidad y constancia en un mismo mensaje dilatado en el tiempo: el diálogo entre el cuerpo y el alma con el pretexto del mundo exterior.
En 2013, con 86 años, el poeta abulense, afincado en León desde hace largos años, sorprendió a no pocos con la publicación de “Cuerpos en desvarío”, poemario ganador del Premio Cálamo de poesía erótica, pero en realidad lo que sucedía no era sino una nueva y brillante emersión de la obra de un poeta que, hasta la fecha, presumía de tener en el cajón más libros inéditos que obras publicadas. Ahora ha vuelto a dar a la imprenta un nuevo volumen, “Edén perdido y otros síntomas”, donde vuelve a dejar constancia de ese lenguaje propio, cargado de fuerza y resonancias, que caracteriza la que sin duda es una de las obras más sólidas y ingulares de nuestra poesía actual.

La manzana de Eva, en apariencia «sólo una fruta cogida del árbol», pero en realidad la metáfora mayor del ir y venir del hombre entre la realidad y el deseo, es la protagonista simbólica de este libro, donde el autor vuelve a aventurarse en el viaje por uno de sus asuntos predilectos: la búsqueda del «punto final de la belleza». Una indagación profunda, arrebatadora, que termina colocando al poeta, a cada uno de sus poemas, en el extremo de la realidad corporal, en lo que él mismo llama «los límites de la divinidad».


Una agitación, un desvarío que, sin embargo, no viene ligado al ansia natural de la juventud, como podría suponerse si nos atenemos a la larga lista de poetas edénicos que pueblan nuestras letras, sino que se produce, de manera extraordinaria, en el momento del canto del cisne.

«Este momento de exaltación vale / por una vida declinada en pálidos / escombros», dice el cantor, expulsado del paraíso y convertido al fin en un Adán «que corre a su vejez» y busca la plenitud del instante «con obsesiva avaricia». Sobre el «quejido del huerto», sobre el crujido de sus «pobrecitos huesos», como escribe en otra obra suya para definir su cuerpo, el poeta se entrega al ejercicio de agotar el ser, de extinguirlo plenamente en la belleza. Qué gran lección de esperanza y testimonio de la poesía. Qué gran ejemplo, además, en un escritor que se considera fundamentalmente pesimista, pero en cuya obra laten siempre la vida y la belleza con pulsión conmovedora.

Como en los clásicos, como en Horacio, en Juan de la Cruz o en el Cantar de los Cantares, el amor humano y la intuición divina acuden en auxilio del poeta en su empeño por recuperar el Edén, por volver a vivir en la seducción eterna de la belleza; pero también los elementos de la Naturaleza. «Desde el mosquito / al elefante, del trébol al abeto», la sinfonía de la creación pone la música de fondo a este poemario de «corazón vegetal», poblado de pájaros, árboles, frutas silvestres y paisajes interiores y exteriores, instalado en un edén particular en el que conviven Eva y Adán con Plutón y con Narciso, con la música de los violines y las formas y los colores de la obra de Giorgio de Chirico. Un ejercicio de deleite etéreo, bienaventurado, nacido paradójicamente desde el sufrimiento del cuerpo, desde los límites de la propia condición humana, desde el saber «que estamos donde Dios / nos deja en cada alba / ateridos; / en el hábito pobre / de la palabra livianamente envueltos».

«Sólo será verdad / lo que se anuda con la mano única / de la metáfora del universo. / O por más señas: no sabemos nada. / Comprenderlo nos aniquilará», dice Gaspar Moisés Gómez en uno de los poemas de este libro penetrante y apasionado. Situado en el límite, justo en el instante antes de perderlo todo, de ser devorado por la serpiente del paraíso, sin duda en el poeta sigue siendo más fuerte el anhelo que el miedo al aniquilamiento y la destrucción.
Lo que en Juan de la Cruz fue palpitación en la noche oscura o en Juan Ramón concomitancia entre la vida y la la muerte («Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando»), en Gaspar Moisés Gómez el tránsito se convierte en temblor; temblor universal: «Sólo eso quisiera dejaros / cuando, después de muerto, me leáis / y cante yo en el dominio de la muerte». Plenitud del canto incluso en el ocaso. Precisamente en el ocaso. Qué magnífica lección.

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