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Carlos Aganzo

El Avisador

Calle de Colmenares, Real Academia

A pesar del “disfraz”, a pesar de considerarse él mismo “humana y literariamente muy poco académico”, lo cierto es que la imagen de Miguel Delibes vestido de frac, tan firme como enjuto a los 55 años, pronunciando su discurso de ingreso el 25 de mayo de 1975, es uno de los iconos más poderosos de la historia reciente de la Real Academia Española.
“No necesito decir que el actual sentido del progreso no me va, esto es, me desazona tanto que el desarrollo técnico se persiga a costa del hombre como que se plantee la ecuación Técnica-Naturaleza en régimen de competencia”, explicaba Delibes, hace ahora cuarenta años, en su discurso, titulado ‘El sentido del progreso desde mi obra’. Tan proverbial como su declarado pesimismo existencial resultó entonces su alarma ante un mundo en agonía: su anticipación en España de un conservacionismo intelectual que en Europa ya tenía voces conocidas y reconocidas. “Puede ser que las cosas no sean tan hoscas como yo las pinto -se excusaba, en cierta manera, el escritor-, pero yo no digo que las cosas sean así, sino que, desgraciadamente, yo las veo de esa manera”. En todo caso, lo que el autor de ‘Las ratas’ y ‘La sombra del ciprés es alargada’ denunciaba era un proceso social irreversible de “entronización de las cosas”; un proceso cuya consecuencia más notoria resultó ser la muerte de una cultura campesina que no habíamos sido capaces de sustituir por nada, “al menos por nada noble”.

Los académicos, presididos por Dámaso Alonso, y el público siguen el discurso de Miguel Delibes en un abarrotado salón de actos de la Academia.

En aquel día tan señalado, el encargado de pronunciar el discurso de contestación a Delibes fue Julián Marías, quien desde hacía once años ocupaba el sillón ?S? de la docta casa. El pensador y ensayista vallisoletano daba con entusiasmo a Delibes la bienvenida a las comisiones en “la gran mesa ovalada, tapizada de verde, bajo las lámparas discretas”, y a la “mínima tertulia, tan sabrosa, que precede a las sesiones”; y recordaba que lo que más añoraba don Juan Valera, “desde sus Embajadas”, era precisamente “que lo apartaran de la Academia tanto tiempo”. Marías presentó entonces a su paisano como “alguien irreductible a todos los demás”, alguien que representaba “una manera nueva de ver las cosas, de vivir nuestra lengua, de hablarla y de escribirla -y escucharla-, de interesarse por las palabras, ese irreal alimento de la vida humana”.
Mucho se gozó Marías al presumir, ante el resto de la corporación, de la filiación del académico entrante, hablando de un “obstinado residente en Valladolid” al que le hubiera gustado figurar, en su documento de identidad, como “exdirector de El Norte de Castilla”, si bien sospechaba que lo que verdaderamente deseaba el nuevo académico, “si se atreviera”, era poner en el mismo: “cazador”; “y todavía temo -decía Marías- que después de escribirlo se arrepintiera, pensara que era una frivolidad, y rectificara: pescador”. Un pescador que nació en la Acera de Recoletos, a la vuelta de la esquina de la calle Colmenares de Valladolid, la misma donde había visto la luz, seis años antes, el propio Julián Marías. “No convivimos en la calle en que hubiéramos sido vecinos; el tiempo separó lo que afinidad hubiera unido, lo que vino a juntar después en amistad profunda”, dijo Marías, antes de expresar su propio deseo a partir de ese momento: “que la Real Academia Española sea nuestra calle de Colmenares”.
Un vallisoletano, Delibes, al que Julián Marías situaba en línea con otros escritores ilustres de la ciudad, como Zorrilla, Jorge Guillén o Rosa Chacel, y con otros miembros de la Academia, como Antonio Tovar o él mismo. Pero inmediatamente sobre el vallisoletano descubría al castellano: “Castilla -dice Marías- no tiene vocación regional. En otro tiempo fue un Reino; pero desde entonces se dedicó, no a hacer España, sino más bien a hacerse España”. Y sobre el castellano, al español perteneciente a una generación con “salida al mundo por la puerta ensangrentada de la guerra civil”, emparentado en ese sentido con nombres como los de Rosales, Ferrater Mora, Espríu, Cela, Buero Vallejo, Gironella o Carmen Laforet. Y entre ellos, al novelista que se saltó la gran generación de poetas del 27 para relacionarse directamente con la narrativa de Baroja y con “la sombra de Galdós”. Y aún sobre todos, de manera señalada en ese momento, al autor de mirada universal cuya preocupación social, por encima de otras grandes líneas de su obra, le había hecho derivar hacia la denuncia de “los peligros que amenazan a la Naturaleza y a la espontaneidad de la vida en ella”; es decir, hacia una inédita preocupación intelectual por los asuntos del medio ambiente, un terreno donde Delibes, según Marías, penetra “como un cazador arriesgado, en un tremedal”. Una conciencia que por primera vez toma la palabra en una institución tan preminente como la Real Academia Española…
“Falta una autoridad universal ?nos dice el propio Delibes en su discurso?, capaz de imponer normas suficientes” para detener el mal sentido del progreso en el que se ha embarcado la Humanidad; una Humanidad que “hoy por hoy”, “no está preparada” para tomar tal conciencia. Y concluye: “A mi entender, únicamente un hombre nuevo -humano, imaginativo, generoso- sobre un entramado social nuevo, sería capaz de afrontar, con alguna probabilidad de éxito, un programa restaurador y de encauzar los conocimientos actuales hacia la consecución de una sociedad estable”.
Cuarenta años después no cabe duda de que ya hay un “hombre nuevo” muy distinto del que reseñaba Miguel Delibes en su discurso. Lo que aún no sabemos es si ese hombre camina en la dirección adecuada.

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