Separado del común de los libros que pueblan las estanterías de mi despacho, al lado de las ?Rimas? de Bécquer y en línea directa con la mirada de bronce de San Juan de la Cruz, descansa un ejemplar de ‘Sepulcro en Tarquinia’, en la maravillosa edición ilustrada por el cacereño Javier Alcaíns del año 2002. El ciprés que preside la portada, tan poco anclado en la tierra, tan soñador y tan amigo del aire, evoca enseguida todo ese mundo que Colinas hizo suyo antes de traspasárselo a miles de lectores, en el que seguramente sea su libro más emblemático. En la dedicatoria el autor ya hace referencia a “este viejo poema, que siempre regresa”, como los cipreses de los griegos regresaron a los poemas de los romanos y los poemas de los romanos a los cipreses que los musulmanes españoles plantaron en sus cigarrales y en sus villas del Mediterráneo. Pinceladas verticales sobre el estrato yacente de la historia.
En una de las críticas más certeras de este libro, que Colinas publicó con 29 años, José Olivio Jiménez destaca la decantación “más depurada y a la vez humanamente temblorosa del lirismo total de su autor”, entendiéndose por lirismo total “la impregnación incisiva, y de acento sin temores romántico (si bien, y para su suerte, no al hispánico modo), que el espíritu obra sobre todos los materiales que contempla, palpa o maneja”. Un lirismo perfectamente compatible, por no decir complementario, con ese llamado “culturalismo” que marcó también una época, y que después ha tenido centenares de émulos, la mayor parte de los cuales, por cierto, se quedaron con la música, pero entendieron muy poco la letra de este largo poema fragmentario donde el amor cobra cuerpo y se sublima al estilo de los grandes textos clásicos. No faltó, de hecho, quien se apresurara a emparentar ?Sepulcro en Tarquinia? con ?Piedra de sol?, de Octavio Paz, mientras que su autor confesaba que entonces de quien andaba cerca era del Pablo Neruda de ‘Tentativa del hombre infinito’, pero sobre todo de su querido Giacomo Leopardi.
Regresa siempre, es verdad, ?Sepulcro en Tarquinia?. Inspira siempre. Y ahora ha inspirado también a 55 poetas españoles, de todas las estéticas y todas las generaciones, que lo saludan, incardinado en el vuelo de sus propios versos, como al clásico que ya es. No clásico de mármol frío, como alguno se ha aventurado en señalar, fijándose más en el sepulcro que en Tarquinia, sino clásico de piedra caliente, de piedra porosa como ésa que lleva siempre Antonio Colinas, flotando en el alma y sosteniendo los montes de sus paisajes interiores. “Hay tanta nieve fuera”, repite el poeta con insistencia, para marcar el contraste con lo que hay dentro: un corazón ardido de amor y de memoria y de música.
Eso y la música callada. La música que se siente en el oído interior cuando las huellas de la memoria se manifiestan en el marco de una naturaleza idílica: la sombra de un ciprés proyectada en el sepulcro de la historia del arte. Suenan los nombres de los músicos como suenan los nombres de los poetas, los pintores o las ciudades, como se huele el tomillo y se escucha un rumor de árboles de oro agitados por el aire del tiempo.
Éste es quizás el secreto de la fuerza que mantiene intanta, cuarenta años después, este viejo poema que siempre regresa. La calidez del alma a la intemperie. La plenitud del amor en su desasosiego de llama de amor viva. “Amor tiene en los labios cicatrices / morir sin poseerte qué delicia”. La constatación de la vida, del aliento, de la sangre, frente a los recordatorios de la muerte. El ciprés de Tarquinia al lado de los labios rojos, carnales, de la estatua de mármol que ocupa la portada de las ?Rimas? de Gustavo Adolfo Bécquer en la estantería de mi despacho. Todo bajo la atenta mirada de San Juan. Las casualidades no existen.