>

Blogs

Carlos Aganzo

El Avisador

Ilustración y aldea

Creíamos que el régimen global de las nuevas tecnologías era algo que tan sólo afectaba a la economía y a los hábitos de consumo de las personas y nos equivocamos. Detrás de la implantación planetaria de las multinacionales de la comunicación, dirigidas desde los Estados Unidos pero con feudos regionales cada vez más definidos en Asia, ya hemos visto extraordinarias maniobras geopolíticas, como las primaveras árabes, y empezamos a identificar también lo que realmente hay en el fondo: el cuestionamiento de nuestra propia cultura.
Viajar hoy por las grandes ciudades de China o de la India, contaminadas en el sentido más profundo del término, es ser conscientes de hasta qué punto el hombre de principios del siglo XXI ha llevado hasta el extremo aquella vieja observación de Sigmund Freud formulada a principios del siglo XX: “La función capital de la cultura, su verdadera razón de ser, es defendernos contra la naturaleza”. Paradójicamente, el momento de mayor apertura de estos países de tradición milenaria coincide con el mayor índice de destrucción de su propio legado cultural.
Algo muy semejante, con dimensión distinta pero con la misma raíz de fondo, a lo que le está sucediendo a nuestra cultura occidental: ni Ortega, con su rebelión de las masas, ni Marshall McLuhan, con su teoría de la aldea global, ni siquiera Umberto Eco, con su pugna entre apocalípticos e integrados, pudieron llegar nunca a imaginar los efectos reales de la comunicación global sobre los pilares del edificio de nuestra cultura; un edificio sostenido a duras penas por los diferentes pueblos que han habitado Europa desde los tiempos de los griegos. Una amenaza de derribo que, a pesar de la modernidad, de lo avanzado de nuestra civilización y nuestra tecnología, tiene perfiles que nos recuerdan demasiado al más clásico de los derrumbamientos de nuestra historia: la caída del Imperio Romano y la consecuente llegada de la Edad Media.


Cuando Roma entre guerras, crisis, devastaciones y corrupciones, había conseguido hacer suyo el espíritu de Grecia, la sombra de los bárbaros lo volvió a soterrar durante siglos. Los grandes nombres de la cultura grecolatina se refugiaron entonces, como reliquias del pasado, en los ?scriptorium? de los monasterios, y las plazas y los caminos fueron tomados por juglares y artistas anónimos que transformaron en cultura popular, en coplas de ciego, los grandes testimonios de la excelencia de sus antecesores. El arte dejó de ser la expresión compartida de un individuo, su voz intransferible, para convertirse en una herramienta al servicio de los señores feudales; sin voces personales, desde el anonimato, sin autoría de ningún tipo. Ahora podría parecer que en este tiempo sucede lo contrario, que nos hallamos ante la apoteosis de la individualidad, pero el resultado no deja de ser el mismo: el coro de voces, uniformadas por el pensamiento único, produce un ruido aturdidor que lo invade todo, que lo confunde y lo vulgariza. Aldeas globales, sí, pero sobre todo aldeas: más sensibles a la admonición del chamán o a las habladurías del vecino que a la voz del filósofo.
Para Cicerón tenerlo todo era tener una biblioteca con jardín, y para Borges el paraíso estaba relacionado directamente con “algún tipo de biblioteca”. Las bibliotecas de nuestros padres son los ?big data? de nuestros hijos, con acceso ilimitado. Y nuestra cultura está cada vez menos en manos de sus creadores o de sus promotores y más en las de los nuevos ?mecenas? de la comunicación global; mecenas que entienden la cultura no como un modo de progreso individual y colectivo, sino como un bien de consumo a través del cual se fomenta la dependencia tecnológica y, con ella, la explotación económica del individuo.
Fue del propio Cicerón del que los pensadores del siglo XVII, y sobre todos los del XVIII, extrajeron el sentido profundo de la palabra cultura: ?cultura animi?, el cultivo del alma. Un símil agrícola que sirvió después para la educación en el conocimiento, en el buen gusto y en la excelencia de la creación humana. En la era de la cultura en la red global cultivamos la inteligencia, la universalizamos y hasta la transferimos desde los hombres hasta las máquinas con velocidad de vértigo. Pero ese proceso no servirá si además de sobre el cuerpo y sus accesorios tecnológicos no se actúa también sobre el alma. No el alma colectiva de una masa anónima, sino el alma individual de cada uno de nosotros.
En medio de este maremagnum, proteger la excelencia parece el único camino.

Temas


septiembre 2015
MTWTFSS
 123456
78910111213
14151617181920
21222324252627
282930