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Carlos Aganzo

El Avisador

Valente en busca de Valente

«Primero: no tener personaje. Segundo: no depender jamás en nada –como depende el político o, en general, el hombre público– del personaje posible, del personaje que alguien le adjudica a uno, aunque uno no lo haya engendrado». La reflexión, que bien pudiera ser un lema de nuestro tiempo, corresponde a José Ángel Valente, quien la reseñó en su ‘Diario anónimo’ (que ahora publica, para gozo de sus seguidores, Galaxia Gütenberg) en el año 1990. Seguir las anotaciones, las reflexiones, las citas, las primeras versiones de algunos de los poemas más conocidos de Valente, o las pequeñas salpicaduras biográficas de un diario con voluntad manifiesta de anonimato, escrito a lo largo de más de cuarenta años, es sin duda un poderoso ejercicio literario. Una miscelánea extraordinaria que nos da la pauta de la verdadera profundidad de campo, intelectual y moral, del autor de ‘Tres lecciones de tinieblas’.

De todo hay en este gran bazar del pensamiento y la literatura de la segunda mitad del siglo XX español, pero sobre todo la vibración de la palabra vivida hasta las últimas consecuencias, tal como la trató y la concibió este poeta que se salió de todas las corrientes al uso para buscar un camino personal intenso, fructífero y verdadero. Notas valiosas, por ejemplo, sobre su poética del silencio, como cuando manifiesta, en el más puro testimonio sanjuanista, su vocación de «llevar el lenguaje a una situación extrema, en la que las palabras se hacen, en efecto, ‘ininteligibles y puras’, con una teoría del no entender –y quedeme no entendiendo– de modo que aun el que en simple modo no entienda encuentre, no entendiendo, más hondo y extendido espacio para existir». Algo que caracterizó poderosamente las últimas etapas creativas de la poesía de Valente, seguramente las que el poeta sintió como más suyas, aunque una y otra vez se empeñara en manifestar su propio asombro ante los resultados de un proceso que se situaba voluntariamente en los propios limites de la creación literaria.

Eso o reflexiones que, aunque escritas en 1965, ya nos dan las claves de cómo se han ido construyendo algunos de los grandes mitos de la literatura de nuestro tiempo, como cuando escribe: «Las promociones de escritores de postguerra (los mayores y los más jóvenes) que se han pretendido especialmente machadianos no parecen haber hecho en realidad una auténtica lectura de Machado. No hay en ellos ninguna de las virtudes dialécticas de Mairena». O la sorpresa, en mitad de un apunte de 1996 sobre la virtud del lenguaje poético para «aparecer», antes que para «decir», de encontrarnos con un bello haiku que dice: «Sin decirse palabra / el invitado, el huésped / y el crisantemo blanco. / Mujeres sembrando arroz. / La suciedad en todo / salvo en su canto». O tantas y tantas incursiones en esa metaliteratura que impregna no solo una buena parte de su quehacer poético, sino sobre todo lo mejor de su obra ensayística, seguramente todavía por conocer, o al menos por valorar en su justa medida.

Un rayo intelectual y sensorial que no cesa desde la primera hasta la última anotación del libro. Esa cita tomada, solo unos meses antes de su muerte, del ensayo de Roland Barthes ‘Critique et verité’: «Es escritor aquel para quien el lenguaje crea un problema, aquel que siente su profundidad, no su instrumentalidad o su belleza». Diríase que lo hubiera escrito pensando en el propio Valente.

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