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Carlos Aganzo

El Avisador

Paul Verlaine, la fiesta antes de la tragedia

Cuenta la leyenda que Erato, la musa a la que Cordier esculpió para representar alegóricamente a la Poesía en la plaza de la Ópera de París, perdió el brazo, lira incluida, en el mismo momento en el que pasaba frente a ella el coche fúnebre con los restos mortales de Paul Verlaine. El padre del simbolismo, el poeta admirado por Rubén y los hermanos Machado, pero también por Juan Ramón y por el no siempre proclive a las alabanzas literarias Pío Baroja, representa uno de los grandes iconos del malditismo poético. Su afición al «hada verde», es decir, a la absenta; su recalcitrante deambulatorio por «hospitales, prisiones, prostíbulos, vagabundajes, intemperies y demás inclemencias», en palabras de Antonio Martínez Sarrión, o su ficha clínica, en la que figuran, como recoge el recién desaparecido Carlos Pujol, desde diabetes hasta gastritis, pasando por cirrosis de hígado, hipertrofia cardiaca, una úlcera de origen sifilítico, hidratosis de rodilla, reumatismos agudos o ictericia, propiciaron que el autor de ‘Romanzas sin palabras’ muriera, con el aspecto de un anciano decrépito, cuando solo contaba 52 años de edad. Ni siquiera su ‘conversión’ al catolicismo, sucedida durante su estancia en las cárceles de Bruselas y Mons, donde fue a parar tras haber herido de un disparo a su amante Arthur Rimbaud, fue suficiente para detener la carrera hacia la nada de un poeta fulgurante que sorprendió a los salones literarios de París en 1866, cuando publicó, con solo 22 años, sus sorprendentes ‘Poemas saturnianos’, que venían a descubrir una voz digna de ser acogida por el exquisito Parnaso francés.

Publicados ahora en edición bilingüe (francés-español) por Hiperión, en un volumen conjunto con ‘Fiestas galantes’ (su segundo libro, aparecido tres años después), los versos de ‘Poemas saturnianos’ permiten comprobar que esta etapa inaugural de la poesía de Verlaine (al lado del citado ‘Romanzas sin palabras’) constituye seguramente la «cumbre» de toda su obra. Así lo asegura Antonio Martínez Sarrión, autor de la edición, la versión española y el revelador prólogo del libro. Si en sus ‘Poemas saturnianos’ Verlaine busca todavía su propio camino expresivo, partiendo del influjo innegable de su maestro Baudelaire, en ‘Fiestas galantes’ el joven poeta de París ofrece ya su personal versión del decadentismo, evocando con sus versos el ambiente cautivador de los lienzos de Watteau, el pintor que mejor había retratado, un siglo antes, la elegancia enfermiza del rococó. Cuando publicó estas dos obras, Paul Verlaine aún no se había casado con Mathilde Mauté y, por supuesto, aún no había conocido a Rimbaud, «aquella estrella fugaz, aquel extraterrestre, aquel adolescente visionario de excepción» (Martínez Sarrión dixit) que cambiaría el curso de su vida, y de toda la poesía de su tiempo, de un plumazo.

Junto a los versos de estos dos libros, iniciales e iniciáticos, esta nueva edición ofrece además dos maravillosos apéndices. El primero, la famosa ‘Art poétique’ de Verlaine, en la que se recuerda aquello de «De la musique avant toute chose». El segundo, la reproducción de la primera versión, de 1898 (Darío Herrera), de ‘Canción de otoño’, el himno que los modernistas españoles de finales del siglo XIX y principios del XX cantaban en las noches de bohemia del Madrid de Sawa y Ramón del Valle-Inclán.

En medio de tanta imagen galante, nada hacía presagiar en lo que se convertiría la vida de Verlaine unos años después. O quizás sí, en esos versos del poema ‘L’Amour par terre’ donde el viento derriba la estatua de Cupido que adorna  un rincón «misterioso» del parque; una ausencia («polvo de mármol») que hace estremecer al poeta: «Es triste ver erguido y solo el pedestal. / Vienen y van sombríos pensamientos / entre mis sueños, y un un pesar profundo / anuncia un porvenir solitario y fatal». Verlaine sabía muy bien que la belleza tiene un precio.

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