Cuando Pepe Núñez («un hombre bueno y un exquisito artista», como le describió Basilio Martín Patino) recibió en 1991 el Premio Castilla y León de las Artes, convirtiéndose así en el primer fotógrafo en lograr este galardón, el reconocimiento público de su obra ponía luz sobre toda una vida de lucha y empeño, desde su militancia comunista en los largos años de la dictadura hasta su personalísima manera de retratar la soledad y el aislamiento de una Castilla en blanco y negro que vivió de un modo tan profundo como particular. De todas las heridas sufridas a lo largo de su vida, muchas se cerraron en aquel instante de reconciliación consigo mismo y con el mundo, pero una siguió abierta, dolorosamente abierta, hasta el último día de su existencia: la muerte de su hijo, el poeta Aníbal Núñez, cuando solo tenía 43 años de edad.
Con la perspectiva de los 25 años que han transcurrido desde la desaparición de Aníbal Núñez, resulta casi obvio apuntar que su destino estaba ya escrito desde la misma raíz de sus predilecciones poéticas. Ni los clásicos latinos Propercio y Catulo, ni el maldito entre los poetas malditos de todos los tiempos, Arthur Rimbaud, a los cuales tradujo de manera magistral, llegaron a cumplir los cuarenta, después de una corta pero intensa vida marcada a partes iguales por el brillo de la poesía y el dolor de la belleza. «Es el único punto que nos queda / para que la belleza del encuentro / y el dolor consecuente con la belleza / dignifiquen al menos nuestra ausencia», escribe Aníbal Núñez en un poema titulado ‘AA en una esquina’, y apunta el que quizás sea el eje principal de su producción como poeta y artista plástico.
La dificultad –compartida con tantos otros poetas españoles– de difundir su obra a través de publicaciones de distribución más o menos regular, propició que durante largo tiempo la obra de Aníbal Núñez solo se conociera de manera fragmentaria, como una de esas deconstrucciones que tanto le gustaron en la pintura y en la poesía. Sin embargo, la publicación póstuma en Hiperión de su ‘Obra poética completa’, recogida, revisada y comentada por Fernando Rodríguez de la Flor y Esteban Pujals, permitió descubrir años después de su muerte a un poeta entero y verdadero. Un escritor que conjugó magistralmente su cultura y su sabiduría clásica con una expresión vanguardista plenamente integrada en su tiempo. Un artista que para configurar su expresión poética lo mismo acudió a las ninfas y a las náyades de los latinos que a una sota de la baraja española, o a la música satánica de los Rolling Stones. Tan bellos y deslumbrantes como sus sonetos canónicos son todos esos poemas ‘rotos’ en los que Aníbal Núñez, como el gran fotógrafo de los sentimientos que era, deja su impronta cada vez que decide escribir un verso. Además de esta poesía completa, para acercarse a la sustancia y al verdadero valor de la obra de Aníbal Núñez, tan prematuramente desaparecido, resulta de una gran claridad el volumen ‘Mecánica del vuelo’, publicado a raíz de unas jornadas celebradas a modo de homenaje por el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y en el que se recogen las reflexiones, entre otros, de Miguel Casado, José-Miguel Ullán, Olvido García Valdés, Carlos Piera, Mariano Peyrou, Tomás Salvador, Tomás Sánchez Santiago, Jenaro Talens o el propio Rodríguez de la Flor.
Ahora, 25 años después de su desaparición, conviene releer de nuevo a Aníbal Núñez para comprobar de qué manera la gran poesía tuvo lugar en España, al margen de las corrientes señaladas por los críticos, en los años setenta y ochenta del siglo pasado, con voces tan verdaderas y personales como la suya. Tal vez porque esa es la grandeza de la poesía, que siempre se teje y se desteje desde la individualidad y frente al universo, o tal vez porque verdaderamente Aníbal Núñez pasó por este mundo en vuelo, sin terminar de posarse nunca lo suficiente como para ser retratado en toda su verdadera dimensión. Él mismo lo reconoce así en uno de sus poemas, una de esas maravillosas instantáneas poéticas que lo definen: «Espera en aquel banco / que llegue hasta ella un ángel –soy el único / (y no soy de este mundo) / que se sienta a su lado y no pregunta nada–. / Vuelve y ya no está ella: / y le hace reverencias a su ausencia brillante». Ese es el fulgor que permanece.