El padre, que se dormía cada noche sobre la mesa inmediatamente después de cenar, y que se parecía en todo a uno de los protagonistas de las pinturas florentinas, «con la barba jamás afeitada, los ojos marrones y a la vez color ceniza, y la tez de barro cocido y recubierta de pliegues y de arrugas». La madre, «lago de sufrimientos» y «ciudad de lágrimas», que dirigía al padre, gobernaba el hogar con sus nueve niños, construía «casitas sin parar», abría negocios, pedía dinero a crédito… y les hacía cantar a sus hijos la canción del Rabino para no aburrirse. Pero también el abuelo, las tías, los vecinos, el violinista en el tejado… Las estampas familiares vividas en la casa familiar de Vitebsk, donde Marc Chagall (entonces Moishé Shagal) nació en julio de 1887 y donde actualmente se ubica el museo que lleva su nombre, forman sin lugar a dudas uno de los núcleos esenciales de su pintura, ese desbordamiento onírico de colores en acción que representan al surrealismo en su máximo nivel expresivo. La herencia judía, la vida cotidiana en esta localidad de Bielorrusia con todo su tipismo y su sabor, pero también con toda su dureza, se quedaron para siempre en la retina de esta artista universal, quien supo transformarlos después en una de las páginas más brillantes de la pintura de todos los tiempos.
De todo esto, y de algunas cosas más, habla Chagall en su libro ‘Mi vida’, su única producción literaria conocida, escrito originalmente en ruso a los 35 años, entre 1921 y 1922; traducido después al francés por su esposa, Bella Chagall, y revisado por el propio autor en 1957. Un volumen ilustrado por él mismo que ahora se recupera de la mano de Acantilado y con traducción de Martí Bassets, y que representa el cierre de una etapa en la vida del artista: su ruptura con la Rusia soviética y su regreso a París.
«Sí, hijo mío, ya lo veo; tienes talento. Pero, hijo mío, escúchame. ¿No harías mejor en convertirte en empleado? Me compadezco de ti. Con esa espalda. ¿A quién has salido?» Las palabras de su madre cuando le enseñó sus primeros dibujos permanecieron fijadas vivamente en la memoria de Chagall; le acompañaron mientras salía de Vitebsk, con 20 años, camino de San Petersburgo, para trabajar con la Sociedad de Patrocinadores del Arte de la ciudad; y siguieron resonando en sus oídos cuando Marc Chagall se convirtió, en el Montparnasse de principios del siglo XX, en uno de los grandes mitos de la bohemia artística parisina. Después vendrían la Gran Guerra, su regreso a Rusia, su participación activa en la Revolución del 17, que llegó a nombrarle comisario artístico, y enseguida su decepción con la política y con el arte soviéticos. Es al final de este camino cuando escribe ‘Mi vida’, en un período de grandes dudas. Su biografía y su producción artística, ligadas al devenir de la vieja Europa, no se detendrán ya más, pero en ese momento Chagall sí se detiene para reflexionar, para rendir homenaje a su memoria y para buscar, a partir de ella, un nuevo camino como artista.
Lejos de Vitebsk, en su primera estancia parisina, Chagall dice: «Aquí, en el Louvre, entre las telas de Manet, Millet y otros, entendí por qué no se había trabado mi alianza con Rusia y el arte ruso. Por qué les parece extraña hasta mi lengua. Por qué no confían en mí. Por qué soy un desconocido en los ambientes artísticos. Por qué en Rusia solo soy un cero a la izquierda. Y por qué todo lo que hago les parece raro y todo lo que hacen ellos, a mí, me parece superficial. ¿Por qué? No puedo hablar más de ello. Amo a Rusia». Amor y dolor en una misma entrega. Después, cuando ha regresado a su patria, y tras comprobar para qué había servido esa Revolución en la que tanto y tan intensamente se había implicado, sigue diciendo: «Ni la Rusia imperial ni la Rusia soviética me necesitan. Soy incomprensible para ellos, extraño. Estoy seguro de que Rembrandt me quiere». Y todavía termina, coincidiendo con las últimas líneas del libro, y ya pensando en abandonar la ‘nueva’ Rusia: «Volveré con mi mujer, mi hija. Me tumbaré a vuestro lado. Y, quizás, Europa me querrá y, con ella, mi Rusia». Sus palabras no pudieron ser más proféticas.