Cerca del Duero, donde nació su corazón «no a la vida, al amor». En Soria. Allí inició Machado, poeta de Sevilla, poeta de Madrid y de París, su contacto con Castilla; lo que se terminaría convirtiendo en una de las relaciones más íntimas y relevantes de la historia de la literatura española. Un hito que ahora se recuerda con la celebración del centenario de su obra más universal. Ligero de equipaje, como siempre anduvo por la vida, don Antonio descendió de su vagón de tercera en la desaparecida estación soriana de San Francisco un día de otoño de 1907, dispuesto a tomar posesión de su plaza de catedrático de francés en el instituto de la ciudad. Venía con la publicación reciente de ‘Soledades, galerías y otros poemas’, todavía en las alas del modernismo, y no sabía que en esta recia y bellísima capital castellana viviría quizás los momentos más dulces y más amargos de su vida. En poco más de un año de cortejo, el 30 de julio de 1909, se casaría en la iglesia de Santa María la Mayor de Soria con Leonor Izquierdo, la niña de 15 años que fue el gran amor del poeta, y a la que perdería exactamente tres años después de la boda. «Señor, ya te llevaste lo que yo más quería…»
El paseo fluvial entre San Polo y San Saturio; el balcón de los Cuatro Vientos en los altos del Mirón, frente a frente con el Monte de las Ánimas de Bécquer; el instituto; el delirio románico de Santo Domingo, donde las malas lenguas le tildaban de «hereje y masón»; el olmo que hizo esperar inútilmente al poeta «otro milagro de la primavera», y sobre todo la tumba de Leonor, en el Espino, recuerdan de manera permanente la presencia de este escritor que supo mirar de otra manera los campos de Castilla, seguramente al hilo del amor de su joven esposa, pero también con toda la cruda grandeza de uno de los grandes territorios míticos de la literatura española de todas las épocas, desde Fray Luis de León hasta Gerardo Diego.
La muerte de Leonor en 1912, el mismo año de la publicación de ‘Campos de Castilla’, supuso para don Antonio un antes y un después en su vida y en su obra. Sin embargo, y a pesar de la aspereza, Castilla se le quedó clavada en el corazón. Tanto que, después de su larga estancia en Baeza, donde consiguió que le trasladaran con su cátedra, su siguiente gran etapa vital tuvo lugar en otra ciudad castellana, Segovia, a la vez cerca y lejos de ese Madrid de cuya vida cultural nunca quiso desvincularse el poeta. Quizás salvo Unamuno, cuya filiación con Salamanca y su Universidad fue extrema, ningún otro escritor español nacido fuera de esta región ha conseguido que su obra se identificara tanto y tan intensamente con la tierra de Castilla.
La habitación de don Antonio, en la pensión del número 9 de la cuesta de los Desamparados, es un poema visual que ilustra la sobriedad y la justeza con la que vivió el escritor en Segovia. Tan cierto como que para entrar en la suya tenía que pasar por la habitación de otro inquilino, lo es que el frío en este rincón de Castilla solo se aliviaba en los días más crudos del invierno abriendo la ventana, y dejando entrar hasta dentro los tímidos rayos del sol de esta ciudad situada a mil metros de altura sobre el nivel del mar. Todo está tal como él lo dejó: los recuerdos de Pilar Valderrama (la Guiomar de sus poemas y de su segunda gran vivencia amorosa), la cama, la estufa y el comedor de la sala de huéspedes, milagrosamente conservado por la Academia de San Quirce, la heredera de aquella Universidad Popular en la que el poeta volcó todo el sentimiento filantrópico que había heredado de su padre.
En Segovia vivió tiempos de tertulia, de homenaje y de creación de muchos y extraordinarios versos. También de esperanza en un tiempo nuevo de amor y pedagogía, con las clases en la Universidad y el izado de la bandera de la República en el balcón del Ayuntamiento. Y enseguida de decepción. Desde Segovia, primero, e inmediatamente después desde Madrid, don Antonio empezó a ver cómo España se le partía en dos entre las manos. Empezó a mirar a las cosas ya no con los ojos del deslumbramiento o la fascinación de los campos de Castilla, sino con los ojos de la batalla, de la incertidumbre, de la miseria, de la derrota… Con esos ojos que tiene el busto segoviano con el que lo retrató su gran amigo Emiliano Barral; dos ojos, como dice el poema, «de un ver lejano, / que yo quisiera tener / como están en tu escultura: / cavados en piedra dura, / en piedra, para no ver».
Entre Soria y Segovia, con el paréntesis de los siete cursos baezanos, 25 años de vida, de amor y de escritura en Castilla, «allí donde la lengua imperial de todas las Españas parece tener su propio y más limpio manantial», como él mismo dejó escrito. No es poco patrimonio para el espíritu de un poeta.