«No escribo porque no pesco y no pesco porque las pocas truchas que he atrapado últimamente son peces de repoblación colocados ahí por personas bienintencionadas que creen que no hemos advertido que el río ya no engendra peces, sino que se limita a engordar los alevines que el Servicio de Pesca deposita caritativamente en él todos los otoños». Así justificaba Miguel Delibes su negativa a continuar con el diario de pesca iniciado en los años setenta con “Mis amigas las truchas”, en un capítulo titulado «Los ríos moribundos», incluido en “He dicho” (1996).
En una conjunción singular, la aparición de dos nuevos tomos (entre ellos el dedicado a los cuadernos de campo) de las obras completas del escritor vallisoletano en Galaxia Gutenberg coincide con la celebración de los treinta años de la publicación de “Un mundo que agoniza”, trasposición bibliográfica de su brillante discurso de ingreso en
Lamentablemente, quienes tildaron (y no fueron pocos) en 1975-
Nuestro mundo agoniza, y con él todas las palabras que lo nombran. Los campos de Castilla, aquéllos que incendiaron el alma de don Antonio Machado en los arranques del siglo XX, vuelven hoy a ilustrar con precisión esa agonía. Los oficios perdidos, las palabras extraviadas, los sentimientos olvidados, las esencias dejadas a trasmano que Delibes ha reivindicado, hasta su último aliento literario, con su obra, vuelven a pedir hoy nuestra mirada reflexiva y profunda. Precisamente cuando esta tierra, reserva ecológica todavía de una Europa abrasada, está pidiendo una protección que aún se le queda corta; muy corta. Y la misión de la literatura es siempre la de salvar al mundo.
No harían mal los grandes mandatarios del mundo que se acerquen, en los próximos días, hasta Copenhague, en dedicarle un tiempo a la lectura de un texto tan certero y tan impresionante como el que Delibes dejó impreso en “Un mundo que agoniza”, y que hoy ocupa el espacio principal, a medio camino entre la literatura y la ecología, en nuestro suplemento “