En este mes de diciembre se cumplen la friolera de veinte años desde que Catulino Jabalón Cenizo, es decir, “Don Camilo el del premio”, como él mismo se rebautizó tras la efeméride, recibió el premio Nobel de Literatura en Estocolmo. El termómetro registraba 14 grados bajo cero, y el brazo fluvial que une el lago Mälaren con el Báltico se acababa de helar, dejando atrapados en el puerto los cruceros de la Viking Line, con sus luces nocturnas encendidas a las tres de la tarde… Mientras el frío se hacía fuerte en las aceras de la ciudad Don Camilo, con su novia del brazo y vestido a la española, con capa, sombrero y pajarita negra de académico, hacía las delicias de la prensa internacional, representando a la perfección su propio personaje.
Recuerdo hoy, como si fuera ayer, a Nieves Herrero embarazada llegando al gélido aeropuerto de la capital sueca; a Fernando Sánchez Dragó, tropezando en la nieve con su interminable bufanda roja; a Raúl del Pozo, escribiendo sus crónicas a bordo de su Olivetti, mientras los periodistas suecos (¡en 1989!) llevaban ya ordenadores portátiles para comunicarse con sus redacciones. ¡Menos mal que existía el fax…! Y Semprún que no llegaba.
Acompañar a Don Camilo de paseo por las calles de Estocolmo era acumular una anécdota tras otra. Casi tan contento como Cela estaba Knut Ahnlund, don Canuto, traductor al sueco de “Mazurca para dos muertos” y principal valedor del español en la Academia Sueca. El baile en el gran salón del Ayuntamiento de Estocolmo, con don Camilo y Marina bailando en medio de un coro arrobado de personalidades de todo el mundo fue el momento culminante de la carrera literaria de un escritor que, desde pequeño, guardaba hasta los lápices con los que escribía, convencido de que algún día llegarían a ser los lápices de un Nobel.
Todas estas cosas me vienen a la memoria cuando los veinte años del Nobel apenas han merecido un monográfico en el número LX de “Los papeles de Iria Flavia”, con recordatorio de escritores de toda España, un artículo del propio Knut Ahnlund y el discurso de Cela ante la Academia.
Eso sí, de todas las anécdotas del Cela “del premio” a mí me gusta siempre recordar una de las más escatológicas, o al menos una de las que mejor retratan su figura. La protagonizó, como cuentan los anales de la agencia Efe, el poeta y periodista Juan Manuel González, que estaba en casa de Don Camilo cuando al escritor le entraron ganas de ir al servicio en plena entrevista. Sonó el teléfono y, desde el cuarto de baño, Cela le pidió a su invitado que atendiera él mismo. Juan Manuel obedeció, y al otro lado del hilo telefónico estaba el portavoz de la Academia Sueca, anunciando la concesión del Nobel… Mientras Don Camilo seguía a lo suyo, Juan Manuel González llamó a su agencia para ser el primero en dar la rigurosa primicia informativa.
Han pasado veinte años y el personaje de don Camilo, “el del premio”, sigue absolutamente intacto. Su literatura, además, goza de una excelente salud, aunque le falte algo de brillo al recordatorio. Como decía la nota de prensa de la Academia, con Cela se quería premiar «la renovación literaria en España durante la posguerra», y algo de ese premio, como ocurrió con Aleixandre y la Generación del 27, correspondía también a otros miembros de una “generación” de grandísimos novelistas de su tiempo, como Miguel Delibes o Gonzalo Torrente Ballester, por citar sólo dos ejemplos. Pero así son los premios, tan injustamente justos. El propio Cela lo reconocía en su discurso para el Nobel, titulado “Elogio de la fábula”, donde iniciaba su parlamento reivindicando la figura de otro grande: «Mi viejo amigo y maestro Pío Baroja -decía Cela-, que se quedó sin el premio Nobel porque la candelita del acierto no siempre alumbra la cabeza del justo, tenía un reloj de pared en cuya esfera lucían unas palabras aleccionadoras, un lema estremecedor que señalaba el paso de las horas: Todas hieren, la última mata». Un clásico.