La «prosa poética», como dijo Rilke en una conferencia pronunciada en 1898, es «poesía que se expresa en una forma alta y ligada». Un modo literario que sustituye el poema tradicional por una cadencia más larga y sostenida; una proposición que permite adentrarse en territorios que requieren una expresión quizá menos intensa y concentrada, pero igualmente encendida que la poesía «en verso».
A pesar de ser un verdadero formulador del género, al que defendió en varias ocasiones, Rainer Maria Rilke (Praga, 1875-Valmont, Suiza, 1926) no tuvo sin embargo con sus poemas en prosa el éxito que consiguió con el resto de su poesía. De hecho, es ahora cuando se presentan por primera vez juntos y traducidos al castellano, en una magnífica edición de Antonio Pau para Linteo Poesía: versión trilingüe, con traducción del alemán y del francés (las dos lenguas poéticas de Rilke), de la mano de uno de los mayores expertos de nuestro país en poesía alemana, autor, entre otras, de las biografías de Rilke y de Hölderling, a los que muy pronto se sumará el estudio biográfico de Novalis.
Retratos, pensamientos, intuiciones, revelaciones… El ancho universo expresivo de los poemas en prosa que escribió Rilke fundamentalmente en dos grandes momentos de su vida, el primero aldededor de 1907, con su propuesta de los ‘poemas-cosa’, y el segundo en los años finales de su existencia, desvelan una vez más a un autor de finísima percepción sobre la realidad que le rodeaba, tanto en sus detalles mínimos como en su verdadera trascencencia. En su interpretación de «la melodía de las cosas», el poeta construye aquí sus propias metáforas de la vida alrededor de unas niñas que se convierten en mujeres delante mismo de sus ojos, de unos hombres-sandwich que caminan por las calles entre dos pancartas publicitarias, o de la familia de un viejo acróbata circense… Escenas que cobran todo su significado cuando la mirada del poeta se posa sobre ellas, cuando la luz del foco poético las destaca sobre el primer plano gris del resto de las cosas. «Nuestra plenitud –escribe Rilke– sólo puede producirse lejos, en los fondos luminosos».
No es ésta, sin embargo, la única sorpresa que depara el libro. Al lado de los ‘Poemas en prosa’ de Rilke, el grueso del volumen está formado por sus ‘Dedicatorias’. Dedicatorias que van desde la extensa colección de siete poemas para la princesa Madeleine Broglie, en la tradición de las laudas de los poetas a los grandes personajes de su tiempo, hasta otras más íntimas y personales a algunas de las mujeres que formaron parte de su vida (Lou Andreas-Salomé, Paula Becker, Clara West-hoff, Magda von Hatting-berg, Baladine Klos-sowska, Nanny Wunderly-Volkart…) o a amigos como el barón de Munchausen, al que el autor de ‘Elegías de Duino’ recomienda «dar respuesta a cada una, a cada mínima llamada de la vida».
Espontáneas o cuidadosamente trabajadas; impresas, manuscritas y hasta perdidas y vueltas a recuperar gracias a quienes fueron sus destinatarios y se las aprendieron de memoria, las dedicatorias de Rilke muestran el aspecto más social del poeta, una imagen galante de vate de gran salón frente al lobo solitario que en tantas ocasiones se empeñó en ser para cuajar lo mejor de su creación literaria; una faceta poco conocida de eso que Gloria Fuertes llamó ‘poeta de guardia’: un estado de gracia permanente ante las necesidades poéticas de los demás. Y casi una pequeña biografía social del escritor.
A todo ello hay que añadir todavía un tercer placer. El de descubrir, tanto en sus poemas en prosa como en sus dedicatorias, al Rilke que renunció a expresarse en alemán después de los horrores de la guerra europea para dedicarse casi por completo a la lengua francesa. Más dulces, más suaves, pero en absoluto ‘amanerados’, como llegó a denunciar alguno de sus críticos, los escritos en francés de Rilke son tan abundantes e inspirados que bastarían para incluirle en las grandes antologías de autores en esta lengua; la sombra de una Europa destruida y de un imperio austríaco roto desde sus valores más íntimos late en estos escritos que representan la etapa final del poeta, exiliado y únicamente reconfortado por la belleza del paisaje suizo de Valais. Una muestra más, prácticamente desconocida entre los lectores españoles, de esa capacidad permanente de Rilke para mantener encendida su palabra. «Qué magnífica queda la llama en la palabra. / El tiempo pasa y no puede apagarla». Hacemos nuestro el mensaje.