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Carlos Aganzo

El Avisador

Delibes, nobleza obliga

La forja de un mito literario obedece a factores que no siempre tienen que ver con la obra de un escritor. Hay autores como don Alonso de Madrigal, ‘el Tostado’, seguramente el más grande intelectual de su época a pesar de su corta estatura, que han pasado a la historia de la literatura por lo prolijo de su obra, aunque muy pocos sean capaces hoy de recordar el título de alguno de sus escritos; sin embargo, su nombre ha quedado grabado en el imaginario popular con el dicho de «escribes más que el Tostado». A otros, en cambio, como a San Juan de la Cruz o a Gustavo Adolfo Bécquer, les bastó apenas escribir un puñado de poemas encendidos para convertirse en referencias universales; catedráticos, profesores y, sobre todo, lectores y escritores que se encomendaron a su magisterio, fueron construyendo poco a poco un icono que terminó traspasando el tiempo y convirtiéndose en mitología.

Quienes hemos tenido el privilegio estas semanas de vivir los acontecimientos sucedidos alrededor de la muerte de Miguel Delibes, incluido el último y emocionante homenaje a su figura en la Real Academia Española, el pasado jueves, tenemos la impresión de que no sólo estamos asistiendo a una de las más conmovedoras demostraciones de amor hacia un escritor por parte de sus lectores, sino también al propio nacimiento de un mito. Un mito que vincula ya para siempre el nombre de Miguel Delibes y el de Valladolid; el nombre de Miguel Delibes y el de Castilla. De nuevo el gran símbolo literario de Castilla, un siglo después de la Generación del 98, pero con un arraigo popular infinitamente superior. Y desde dentro.
Ayer hemos sabido que el nombre de Miguel Delibes tendría que haber estado incluido también en la nueva lista de la Nobleza española, al lado de otros ilustres contemporáneos suyos como Tàpies, Marcelino Oreja, Sánchez Asiaín, Roser Rahola/Vicens Vives, Moreno de Arteaga o Gonzalo Anes. Pero la muerte del escritor y la sencillez y naturalidad que los hijos heredaron del padre no lo han propiciado. Es quizás lo más coherente. Si por algo se caracterizó Miguel Delibes en su vida fue por su permanente rechazo a otras distinciones que no fueran las de sus lectores, sus amigos o sus compañeros escritores.

Aunque las comparaciones son siempre odiosas, mucho se ha hablado estos días, al arrimo del asunto del Nobel que Delibes nunca consiguió, sobre las semejanzas y diferencias entre el escritor castellano y su compañero de letras Camilo José Cela. En puridad literaria, ni se pueden ni se deben comparar dos obras que forman parte de la mejor literatura española de todos los tiempos. Pero en lo referente al capítulo de títulos y distinciones, hay que reconocer que a Cela, por ejemplo, el Marquesado de Iria Flavia le venía como anillo al dedo, no sólo porque soñó desde niño con ser noble, Nobel y escritor distinguido, sino también por la alcurnia que quiso dar siempre a todos sus actos, mientras que Delibes era otra cosa. Hay una alta nobleza de las grandes gestas militares, sociales y culturales (la actual monarquía se honra con su preferencia por estas últimas), y una pequeña nobleza que va de suyo con esa vieja hidalguía popular castellana que tan bien reflejaron en sus obras Cervantes o Miguel Delibes. Una nobleza cotidiana que no necesita de títulos más sonoros para demostrar cada día que la de la sencillez es la más alta grandeza a la que puede aspirar un ser humano. No es éste, desde luego, un mal título, y a Miguel Delibes ya se lo habían dado hace tiempo sus millones de lectores de todo el mundo. ¿Puede aspirarse a dignidad mayor?

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