Con excepción del cine, que por primera vez en cinco años vio aumentar la taquilla, las cifras del sector cultural en 2009 casi nos remontan a los tiempos bárbaros. Los libreros vendieron muchos menos libros, la cifra de asistentes a representaciones teatrales cayó un 5,6 por ciento, y el mercado discográfico, acosado por las descargas ilegales en Internet, prácticamente se derrumbó. Si a eso le sumamos la retirada en desbandada de instituciones, grandes empresas y organismos varios de una labor de promoción cultural que compensaba, y de qué manera, el déficit crónico de iniciativa privada en este sector, lo cierto es que podemos decir sin ambages que la cultura está siendo una de las grandes víctimas de esta crisis, que comenzó en los bancos, arrasó con el ladrillo y está empezando a devorar nuestros propios cimientos morales.
No es algo de ahora, desde luego. Recuerdo muy bien cuando las cajas de ahorros españolas dejaron de hablar de un día para otro de su Obra Cultural y Social (OCS) para hacerlo casi exclusivamente de su Obra Social (OS). Como si la cultura fuera un divertimento, y no una de las bases más sólidas de toda sociedad humana. Ahora la mayor parte de las cajas no tienen ni para la OCS ni para la OS ni para otra cosa que no sea tratar de sobrevivir al torbellino financiero. Lo mismo que pasa con los bancos. Y de los ayuntamientos, las diputaciones y los gobiernos autonómicos y estatales, cada uno con su recorte a cuestas, mejor ni hablar. La primera capa prescindible resulta ser siempre la de la cultura, y no falta quién todavía lo justifique. «Es que con la que está cayendo celebrar un acto cultural parece que es ofender a la gente», me decía hace muy poco un conocido promotor o ex promotor cultural.
Con estas mimbres, no es de extrañar que hasta el diccionario de la Real Academia Española haya abierto las puertas al término «cultureta», por cierto muy mal definido. Mientras el DRAE define como cultureta a aquella «persona pretendidamente culta» o a aquella «actividad cultural que no alcanza un nivel aceptable», lo cierto es que hoy por hoy esta palabra únicamente sirve para dar expresión verbal a la vieja costumbre patria de descalificar todo aquello a lo que no se tiene acceso. Para una parte no desdeñable de ciudadanos, los académicos de la Española son los primeros culturetas del reino, y no precisamente por su falta de nivel, sino más bien por su dedicación a una actividad de poco o ningún prestigio social.
Decía el gran José Vasconcelos que «la cultura engendra progreso, y sin ella no cabe exigir de los pueblos ninguna conducta moral». Reducir fastos innecesarios y puestas en escena faraónicas, como tantas veces hemos visto, sin duda es una necesidad; antes, durante y después de la crisis. Pero excluir por principio la cultura de los gastos sociales es una insensatez mayúscula. Únicamente a través de la cultura, y de su hermana pequeña, la educación, las sociedades de todos los tiempos han podido impedir que las crisis económicas se acabaran convirtiendo en auténticas crisis sociales, o en algo peor. Y basta mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de lo frágiles que eran los materiales con los que habíamos construido el sueño de esa gran cultura española que en apenas un par de decenios había vuelto a asombrar al mundo. Es verdad que no está el horno para bollos. Y cuando necesitamos pan hay que buscar pan y poner en segundo término lo demás. Pero tenemos que ser conscientes del peligro de que el pan de hoy venga contaminado con el virus del hambre de mañana.