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Carlos Aganzo

El Avisador

Tomás Luis de Victoria: la voz de la belleza absoluta

Con excepción de la rotunda belleza de su música, que sigue figurando en el repertorio de los mejores intérpretes de nuestro tiempo, todo alrededor de la figura de Tomás Luis de Victoria guarda un cierto misterio. Aunque coincidió con ella en Ávila en plenitud de su fama fundadora, no sabemos si el músico se entrevistó alguna vez con Teresa de Jesús, teniendo en cuenta lo sencillo que sería encontrarse en una ciudad que entonces tenía poco más de 10.000 habitantes. Tampoco sabemos si llegó a tener relación con Antonio de Cabezón, aunque algunos especialistas afirman que esta más que posible coincidencia se produjo en los tiempos de formación abulense de Tomás Luis de Victoria, mientras estudiaba con los maestros Jerónimo de Espinar, Bernardino de Ribera, Juan Navarro y Hernando de Isasi. Sea como fuere, algo de la fuerza espiritual de la primera y de la brillantez musical del segundo quedaron impregnados en el que pasa por ser el más inspirado polifonista español de todos los tiempos.

Según pasan los años, y sobre todo ahora que nos acercamos al IV Centenario de su muerte, sorprende comprobar lo poco y mal que han sabido reivindicar la figura de este artista universal tanto Ávila, su ciudad de nacimiento, como Castilla, su tierra grande de historia, de sentimiento y de carácter; en Ávila no existe un solo monumento a su memoria, y en Castilla y León jamás se le ha dado la relevancia que realmente tiene en el panorama de la historia de la música.

Los que hemos tenido el privilegio de escuchar la música de Tomás Luis de Victoria en la Catedral de Ávila, cerca de los cantorales que él manejó, debajo de las enigmáticas figuras que dibujan en la girola las piedras ‘sangrantes’ de La Colilla, frente a frente con las tablas que le costaron la vida a Pedro de Berruguete y muy próximos a la escultura del Tostado, la obra mayor del escultor Vasco de la Zarza, sabemos cuánto del alma de esta ciudad castellana permanece en la gran música que Victoria construyó después con sus enseñanzas romanas. Algo que también se percibe con nitidez al traspasar las estancias del convento de las Descalzas Reales de Madrid, donde el músico tuvo el sosiego y la libertad necesarios para escribir, por ejemplo, una pieza tan impresionante como el ‘Officium defunctorum’, dedicado a la retirada emperatriz María, cuyas seis voces son los seis peldaños de una escalera que conduce hasta el cielo mismo de la música…

Mientras algunas de las principales catedrales españolas, como la de Sevilla o la de Zaragoza, se disputaban sus servicios; mientras sus obras se publicaban en toda Europa y en las Indias como un tesoro que se convertiría en la mejor imagen sonora de lo que fue el siglo XVI, Tomás Luis de Victoria prefirió terminar sus días en Madrid como los comenzó en Ávila, cerca de los sonidos secretos de su órgano, descubriendo melodías que después se iban a transformar, al ser traspasadas a la voz humana, en el reflejo más verosímil de la belleza absoluta.

Ahora que vuelve a haber ocasión para colocar a Tomás Luis de Victoria en el lugar que verdaderamente le corresponde, es necesario preguntarse, como lo hiciera el gran José Hierro en uno de sus más conocidos poemas de ‘Quinta del 42’:

«¿Estarás donde estabas,
Tomás Luis de Victoria?
¿Al pie de las vidrieras
abiertas a las olas?
El órgano de plata.
Los rosales sin rosas.
El viento galopando
por la luz misteriosa.
El amarillo otoño
besándonos la boca.
¿Aún abrirás los bosques?
¿Aún talarás las olas?
¿Alzarás las columnas
de la noche a la gloria?
¿Gotearás de estrellas
las rojas amapolas?
¿Harás brillar los peces
sobre la orilla sola…?»

Tengámoslo presente.

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