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Carlos Aganzo

El Avisador

Luchino Visconti: cuando el cine se encontró con la ópera

Aunque la historia del cine sitúa ‘Ossessione’ (1942), su opera prima, en la misma raíz fundacional del neorrealismo, lo cierto es que Luchino Visconti fue seguramente el menos neorrealista de todos los italianos. Su etapa parisina, primero, al lado de Jean Renoir, para quien trabajó como ayudante de dirección en ‘Une partie de campagne’ (1936), y el desarrollo personal de toda su carrera posterior, marcada por un sentido estético único en la historia del cine, hacen que la huella de Visconti se reconozca claramente por su capacidad de trabajar con todos los elementos de la cultura escénica y visual clásica a partir de un lenguaje radicalmente moderno. Tal vez para el público de hoy, acostumbrado a un ‘tempo’ cinematográfico vertiginoso, el plano de la lágrima negra de rímel de Dirk Bogarde, atravesando su rostro maquillado mientras suena el maravilloso ‘Adagietto’ de Mahler, pueda resultar sencillamente insoportable, pero lo cierto es que en su momento marcó un hito: música y plástica se aliaron en sincronía perfecta para mostrar en cine la pura esencia inalcanzable de la belleza.

Mucho tiene que ver en la forja de este estilo el cruce entre la sangre aristocrática y las veleidades revolucionarias del cineasta. Y mucho tiene que ver también que el conde de Lonate Pozzolo, don Luchino Visconti di Modrone, además o por encima incluso de su aportación al cine, haya sido uno de los grandes agitadores artísticos de la representación operística europea de la segunda mitad del siglo XX. Su trabajo para María Callas en ‘La Sonnanbula’ está considerado, sin lugar a dudas, como uno de los grandes hitos de la historia de La Scala; un teatro de la ópera, el de su ciudad, donde Visconti dejó el testimonio de su genio en otras producciones memorables. De hecho, las grabaciones en vivo de las cinco óperas que compartieron Visconti y la Callas (‘La Vestale’, ‘La Sonnanbula’, ‘La Traviata’, ‘Anna Bolena’ e ‘Ifigenia en Táuride’) han sido durante años piezas absolutamente codiciadas por los grandes amantes del género, a pesar de la pobreza de su sonido.

Mientras la Ópera de París y el Covent Garden se lo disputaban (mítica fue también su dirección artística del ‘Don Carlos’ de Verdi para Jon Vickers), Visconti no dejó nunca de injertar el universo de la ópera en algunas de sus mejores películas, desde ‘Senso’ hasta ‘La caída de los dioses’, pasando por ‘Ludwig’ y ‘El Gatopardo’. Las lágrimas de nuevo, en este caso en el rostro de Helmut Berger, representando al joven rey Ludwig II de Baviera, cuando escucha por primera vez la música de Wagner, son la mejor expresión del amor profundo de Visconti por un género que él siempre consideró como una especie de antesala del cine.

Al igual que ocurre con Chaplin o con Woody Allen, o cerca de nosotros con Alejandro Amenábar, es imposible entender el cine de Luchino Visconti sin tener constancia de su devoción por la música. Música e imagen en movimiento, imagen en movimiento y música, con la permanente fuerza motriz de la palabra, han permitido que el cine, a través de genios creadores como el de Luchino Visconti, se convirtiera en una de las expresiones más genuinas del arte del siglo XX.

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