Hay veces en que el alma «se quiebra como un vaso»; a pesar de ello, el oficio del poeta es llenar el vaso y beber antes de que se rompa, y dejar las palabras «gastadas, bien lavadas, / en el fondo quebrado / de tu alma,/ y que, si pueden, canten». El puñado de versos que componen ‘El vaso quebrado’, uno de los cinco poemas que, como anticipo de su próximo libro, se asoman a la antología ‘Yo descanso en la luz’, resume a la perfección el empeño poético de Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) a lo largo de medio siglo de escritura. Pocos autores como él han labrado su obra desde la fragilidad inmensa que supone el saberse mortal, necesariamente perecedero en cada segundo de la existencia, pero al mismo tiempo, y como consecuencia de ello, también desde la necesidad de aprovechar hasta la más mínima esencia del perfume secreto de la vida. Y cantar, es decir, vibrar para contarlo, como símbolo eterno del quehacer poético.
Luis García Montero, responsable de la edición de esta cuidada antología en la colección Palabra de Honor, de Visor, titula muy acertadamente su introducción a la misma ‘La serenidad poética de Francisco Brines’. Y es cierto. Entre los versos inaugurales de ‘Las brasas’ (1960), su primera y deslumbrante entrada en el mundo de la poesía, hasta las palabras finales de ‘La última costa’ (1995) prevalece ese mismo tono: el canto sereno del que va diciendo lo suyo quizás calladamente, pero con una intensidad inquebrantable, con un brillo sin estridencias que no deja de emocionar un solo momento. Entre los agujeros negros del alma de Valente y la claridad altísima del corazón de Claudio Rodríguez, dos de sus más notables compañeros en la llamada Generación de los Cincuenta, el verso de Francisco Brines ha sabido distinguirse siempre por ese fulgor perpetuo, por esa meditación encendida que se cuajó de manera magistral en la que, a mi juicio, es la más bella de todas sus obras: ‘El otoño de las rosas’ (1986).
Ante la omnipresencia de la muerte en la poesía de Brines, a veces con toda su descarnada imposición, no son pocos los lectores que han querido interpretar el conjunto de su obra desde la negación, el vacío, la inexistencia o el nihilismo. Nada más lejos de la realidad. Así lo asegura García Montero cuando habla de una conciencia que se resuelve en serenidad, o de una «aceptación vitalista de la muerte». La lucidez de sus reflexiones sobre la fugacidad del tiempo y sobre la finitud del hombre es la misma lucidez que le permite saber que el hombre, desde el mismo momento en que nace, es decir, en que tiene el don de transformar la muerte en vida, tiene ante sí la posibilidad de disfrutar de un tesoro extraordinario. «Ama la tierra el hombre / con gran fuerza / por una ciega ley del corazón», escribe Francisco Brines en el poema inaugural de ‘Palabras a la oscuridad’ (1966), precisamente dedicado a Lines, la esposa de José Hierro, otro de los grandes de su generación. Una ley ciega que, en el caso de nuestro poeta, y según transcurren los años y los versos, va instalándose en la luz de la trascendencia cada vez con mayor soltura.
«Aún tengo que venir, / o esto que más me apena: ya te has ido», vuelve a decir Brines en el cierre del poema ‘Homenaje y reproche a la vida’. Nadie como él, frente a la conciencia de la fugacidad del instante, sabe detenerse y solazarse en el instante mismo; a veces con un cierto poso de melancolía, a veces incluso con una clara rebeldía que late en el corazón mismo del poema, pero nunca con escepticismo: cantando en voz baja, descansando de las penurias del mundo, pero tocando la luz y su misterio con las mismas manos de la poesía. Leído así, desde su primer libro hasta el penúltimo, podando con eficacia y con afecto aquellas ramas que sobraban todavía hasta ofrecernos, perfecta y modelada, la gran imagen de su árbol poético, el autor de ‘Materia narrativa inexacta’ (1965), ‘Aún no’ (1971) e ‘Insistencias en Luzbel’ (1977) se nos muestra aún más esclarecedor, aún más consciente que con la lectura fragmentada, a lo largo del tiempo, de cada uno de sus libros en particular.
Y por lo que podemos ver ahora de su próxima entrega poética, la misma serenidad luminosa que le ha acompañado siempre, incluso más delgada y más pura, sigue siendo ahora, cuando el escritor se acerca ya a los ochenta, su más reconocible seña de identidad. Así en el poema titulado ‘Trastorno en la mañana’, cuando dice: «He leído el poema de un amigo / y se han puesto a cantar todos los pájaros», y poco después añade: «Nunca vi una mañana / (que cantara, que oliera) / con tanta luz». Esa es exactamente la sensación que le queda al lector atento al canto de las palabras verdaderas, después de haber leído un libro como este.