Siempre que pienso en Ana María Matute la recuerdo salvando, con mucho cuidado, la enorme distancia entre el estribo del vagón del tren y el andén de la estación de Ávila, un día de nieve y hielo muy poco después de haber sido elegida para ocupar el sillón K de la Real Academia Española. Cogida de mi brazo y del brazo del poeta José María Muñoz Quirós, prácticamente se dejaba llevar patinando sobre el hielo como una niña de más de setenta años, disfrutando del espectáculo de la ciudad nevada y evocando las páginas que dejó escritas Miguel Delibes sobre el frío abulense en ‘La sombra del ciprés es alargada’… Cualquier tipo de fragilidad, sin embargo, quedó disipada cuando Ana María se sentó frente al público y empezó a responder a nuestras preguntas en el coloquio. La misma energía que desplegó para criticar la dureza de la educación de las monjas con las que realizó una buena parte de sus estudios la empleó para reírse de sus compañeros de la Española, que no habían sido capaces de tener un bar como Dios manda, un bar donde se pudiera tomar una copita de whisky o de ginebra, hasta que llegó ella e impuso la costumbre.
Tal vez ese mismo contraste entre la aparente fragilidad de la mujer y la inmensa fuerza interior de la escritora, de la creadora de historias capaces de conmover a lectores de todo el mundo, nos sirva también para adentrarnos en el maravilloso mundo literario de Ana María Matute. Mano de hierro en guante de terciopelo, o también la ternura de los personajes de ese pequeño teatro que concibió cuando apenas tenía 17 años para denunciar, casi descarnadamente, los vicios y las contradicciones de una sociedad, la española de los años cuarenta, donde las sombras de la guerra civil estaban todavía demasiado presentes.
No es baladí, a la hora de hablar de Ana María Matute, recordar la figura de Miguel Delibes. La escritora que quedó finalista del Nadal en 1949 con ‘Luciérnagas’ (un libro al que la densidad de las sombras de la censura impidió mostrar su verdadera luz), y que diez años después terminó ganando el premio con ‘Primera memoria’, pertenece por derecho a ese núcleo esencial de nuestra literatura de posguerra donde, alrededor de este galardón, cobraron un vuelo extraordinario nombres como los de Carmen Laforet, José María Gironella, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, José Luis Martín Descalzo o el propio Delibes. Recordando la versión literaria de aquella España, resulta inevitable también hacer otra referencia muy cercana: la de Rosa Chacel y sus ‘Memorias de Leticia Valle’; la misma ternura, la misma aparente inocencia de los adolescentes, y el mismo fondo del claroscuro español actuando de manera inquietante.
Después de aquellos años iniciales, para Ana María la vida tuvo serias dificultades, lo que no impidió que, en medio de grandes territorios de silencio, siguiera escribiendo novelas, relatos y cuentos para niños hasta llegar a ser propuesta para el Nobel de Literatura. Ahora le ha correspondido, por fin, el Cervantes, y aunque su salud ya no es la que era, sin duda podremos volver a sentir muy pronto la transformación de esa debilidad de los años y las experiencias vividas en una exhibición de fuerza literaria.
Siempre que pienso en Ana María Matute me acuerdo también del personaje de ‘Luciérnagas’, de esa niña que veía las letras como hormiguitas negras sobre el folio en blanco y que se decidió a escribir y a escribir para huir de la crueldad de los adultos, como un pequeño Peter Pan de la escritura. La niña se hizo grande, o tal vez no, pero el mismo espíritu rebelde, inquieto y, a la vez, un poco misterioso, de aquella joven de 17 años que concibió el mundo como un teatro de títeres permanece en esta escritora que frisa ya los 86, y a la que las nieves de su cabeza no han conseguido enfriar ni un ápice el fuego de su corazón.